Diario de Viaje
Por: Pablo I. Argüelles 

Era como estar llegando a un planeta muy rojo y muy extraño. Era como estar aterrizando en Marte. Había sido todo mar, todo verde, y de pronto se vislumbraba un infinito de arena y dos montañas, mil formaciones de roca de todos los tamaños que coloreaban el cielo de café oscuro y del rojo más intenso.

Me daba la impresión de que alguien nos estaba aventando en el desierto, que estábamos a merced de la mano de un niño con temblorina que jugaba a los avioncitos en el patio terroso de cualquier escuela.

Parecía, también, que aterrizaríamos por medio de propulsores, que llegaríamos con estilo —como película de Kubrik— a la superficie de aquella tierra inexplorada, haciendo una nube de polvo tan rojo como la carne viva. Ya me veía yo, generando la primera impresión en planeta ajeno, bajando las escaleritas con lente oscuro y toda la cosa, como el que llega por primera vez a Caletilla en jueves santo, sólo que en lugar de guapas vacacionistas, alienígenas curiosos.

Pero aquello del descenso elegante se retrasó: el aterrizaje se prolongó hasta parecer vaivén perpetuo. El capitán de mi nave, llamémosla Volaris 1, parecía estar ensayando sus virajes cósmicos. Desde que se nos avisó que estábamos próximos al aterrizaje —con todos los protocolos de seguridad de por medio— pasaron algo así como cuarenta minutos que se hicieron más largos todavía que el vuelo en sí.

Mientras tanto, me dio sed tanto desierto.

Como nos tardamos horrores en aproximarnos a tierra, la sensación de estar llegando a Marte era cada vez más real, más perpetua; desde la ventanilla no se veía ningún asentamiento humano en kilómetros, lo único que marcaba señal de que ahí abajo había hombres y no marcianos, era la estela blanca que una lanchita trazaba en un estanque, y claro, una linea perfectamente recta de concreto que indicaba que de Marte, nuestro destino no tenía nada; ese navegante,  el que manejaba la lanchita, concluí después, debió haber sido el más solitario de la tierra.

Por fin, después de una eternidad, fuimos depositados en el planeta nuevo, en una pista de aterrizaje en medio del desierto. Al fondo, como espejismo, una pirámide de cristal inmensa; más allá, edificios; allende, montañas y más montañas, cafés, rojas, marrones, marsalas.

No habíamos llegado a Marte, simplemente eran Las Vegas.

Foto: Pablo I. Argüelles

*** 

Todas las canciones toman sentido en el desierto. O al menos eso me pareció cuando enfilamos por la carretera que nos conduciría a Boulder City. Y yo sólo pensaba en El hombre en el Castillo y en cómo Philip K. Dick se inventó los viajes de naves con propulsores que aterrizaban —en un mundo distópico— en medio del desierto del Mojave, en plenos Estados Japoneses del Pacífico.

También los libros toman sentido en el desierto; de hecho muchas cosas más lo hacen, muchas más toman sentido cuando uno esta en movimiento en medio de las piedras terriblemente rojas, terriblemente secas, dirigiéndose a la nada.

Thunder Road.

Rentamos un yip y decidimos largarnos. Al desierto, a donde fuera. Pero primero paramos en la presa Hoover y nos maravillamos con la epítome del concreto.

Born To Run

            Encontramos belleza en una cortina de cemento y en el bombardeo de detalles art déco que hacen parecer al desierto una obra más del hombre de la Gran Depresión.

Hearts and Bones

            Luego fuimos al cañón de Red Rock y ahí, la sensación marciana regreso a las venas. Nos metimos a carreteras prohibidas, vimos serpientes ondular sobre el pavimento incandescente.

Old man.

            El cielo se nubló tan negro que los tonos rondaban en un azul tremendo, mismo que con el rojo sangre de las paredes del cañón, hacían una sucesión de colores que solamente podían salir de un sueño.

Graceland

             Habíamos ido a Marte, de hecho pasamos en sus llanos toda la mañana, y para las tres ya estábamos de regreso en Las Vegas, listos para el almuerzo.

Esa noche dormí, con un salpicón de neón sobre mi cara, pensando en cuántos litros, millones y millones deben ser, soporta la cortina de la presa Hoover.

Me dormí después.

Foto: Pablo I. Argüelles

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PS 

¿Todavía existe Señor Frog’s?, ¿o la playera que me regalaron de mi santo fue roperazo?