Figuraciones Mías
Por: Neftalí Coria / @neftalicoria 

El cuarto día ya me costaba mucho pensar quién era yo y qué hacía en las calles de París. Y si acaso lograba alguna imagen de mi pasado, la relacionaba con el ejército que de modo intermitente, sentía que me estaba persiguiendo. Eran sombras de seres que me buscaban, que me perseguían, y no sabía si para protegerme o para hacerme daño. Lo cierto es que sin verlos, los percibía con esa sensación de que alguien con su mano roza la espalda momento a momento. Era un ejército, quizás del que Baudelaire –en el sueño del cementerio– me salvaba y esa salvación seguía siendo cierta, porque nunca lograban alcanzarme y el ejército –a veces transparente– permanecía implacable en su constante persecución detrás de mí. Ya no había rastro mío para mis perseguidores y durante esos días pensé muy poco en ellos. Estaba irascible y caminaba como si llevara los ojos en llamas. Trataba de no mirar atrás por miedo a ser alcanzado por esos seres unísonos que yo estaba seguro que me perseguían.

En un café, me acerqué a un hombre para pedirle un cigarro. Era un tipo vestido de negro. Llevaba una gorra con la bandera de Francia y lentes oscuros. Se quitó los lentes y me miró con desdén. Sin decir nada. Estiró la mano con un cigarro en la mano y se volteó hacia otro lado ofreciéndomelo. Cogí el cigarro, lo hice pedazos, lo arrojé a la mesa y le di un perfecto golpe en la cara. De inmediato sangró por la nariz. Estaba espantadísimo. Se levantó sangrando. Le dije que no soportaba su mirada y me fui. Hubo desconcierto entre los pocos clientes que fueron a auxiliarlo. Corrí y nadie me persiguió.

–Si son tan perfectos estos cabrones, la policía me alcanzará –dije en voz alta.

Estaba ofendido por la mirada de aquel hombre de humor despectivo. No sucedió nada; pero me sentía herido y con esa susceptibilidad con que provoca el hecho de no haber dormido, esa herida era mayúscula. En su mirada estaba el despreció a un hombre que no era como él y vi su egoísmo inflamado, su avaricia, su asco por los que no son de su raza, su posición encima de no se qué pedestal en el que se encontraba desde su nacionalidad, hasta su estatus y su seguridad de ser el amo, su impaciencia y su destreza para desdeñar a los demás, por eso le di el puñetazo, porque quise derribarlo desde donde en su sueño inhumano me miró.

–Chinga tu madre –le dije en el más sonoro español.

Había en mí una cólera y quise ir a buscar agua. Y di con la fuente dude las tortugas y los caballos, como le llamé a la fuente de los jardines de Luxemburgo. Allí me lavé la cara y me quedé parado con la certeza que alguien de nuevo me perseguía. Tenía la esperanza –tendido en el jardín– de dormir un poco o mucho, pero no fue así. De cara al cielo vi el rostro de Andrea Malraux y ella no miraba hacia mí, era como mirar una fotografía como si fuera una imagen en una pantalla. Era inútil seguirla mirando, inútil permanecer en aquel césped esperando dormir. Era imposible y decidí levantarme y caminar con el ejército que imaginaba detrás de mí. Miré en mi mano con la que le di el puñetazo al hombre del cigarro, y vi un pequeño moretón en uno de los nudillos. La sangre de aquel hombre volvió a mi visión; era el color rojo lo que poblaba el humus de los que mis ojos miraban en aquella vigilia permanente mientras caminaba por los jardines de los que ya no podía apreciar el verde intenso. Era rojo lo que veía, roja mi visión en aquel mundo verde y aireado que ya no me pertenecía; el color de la sangre y quizás la culpa de haber golpeado a un hombre que en el momento detesté. Por fortuna, me había lavado las manos en la fuente de las tortugas y no supe si me había manchado de sangre la mano, porque me hubiera dado asco; la sangre de otros siempre me dio asco. No dejaba de ver, como si el mundo fuera rojo y no pudiera evitar mirar ese color, seguí caminando hasta la primera estación del metro, pero ya no quiso subirme. No sé de cuánto tiempo me llevó llegar a las cercanías de la Biblioteca Nacional, pero dejé de ver rojo cuando estuve cerca del edificio de la Biblioteca. Un edificio que en otro momento me hubiera conmovido.

Ya estaba cerca de la Biblioteca Nacional y lo vi, venía rumbo a la puerta principal del edificio. Era el vigilante del Punto cero que caminaba de frente a mí. La inquietud de haber escuchado aquellas palabras del hombre del portafolios marrón, resonaron en mi memoria y ahora de nuevo allí estaba enfrente de mí. Tal vez no fue miedo, pero encontrar a uno de mis enemigos, me hizo temblar, porque ya lo consideraba mi enemigo. En automático, me regresé. Retrocedí sin dejar de mirarlo y en la esquina, me oculté y sólo me asomaba. Me detuve recargado y asomado en la esquina, lo vigilé y supe que no me vio. Vi que entró al edificio. Mi primera reacción, fue seguirlo.

Era una alerta humana que a gritos me estaba diciendo que no pasara por encima del significado que para mí tenía aquella mujer que había deshilado mi corazón, pero era un símbolo y tras un enigma de los tantos que tiene la ciudad, había llegado a esa ciudad que ardía a mis pies. Andrea era un símbolo y al ver aquel hombre, creí que también vigilaba la presencia de Andrea, la ocultaba, me la escondía y en eso pensé cuando decidí ir tras el vigilante del Punto cero y golpearlo. Pero allí supe también, antes de darle alcance ya dentro del recinto, temí que aquello fuera un espejismo. Sin mirar pensé en ese momento y de inmediato llegó a mí una congoja irrefrenable. Me quedé paralizado a la entrada del la Biblioteca. El guardia me miró. Entendí que era mi oportunidad de saber quién era aquel hombre que de nuevo aparecía en un momento en el que yo tenía el control de nuestro posible encuentro. Saludé al guardia. Tomé una posición de seriedad y entré, pese a la mirada desconfiada del personal. Sabía que el ejército estaba tras de mí y me sentí protegido.