Diario de Viaje
Por: Pablo Íñigo Argüelles / @piaa11

¿Desaparecerá el papel?

No lo sé, y sí, sí me importa. Me importa demasiado. Me como las uñas de no saberlo, bueno, los pellejos, los padrastros, porque ya no tengo uñas, hace mucho que ya no tengo uñas.

El barniz de ajo resultó ser un fracaso del conductismo y de mi madre, sobre todo ante dudas tan magníficas e históricas como ésta, la de la vigencia del papel.

Llora, Pavlov.

Tengo dudas, casi siempre tengo dudas. Muchas dudas. Una de ellas es esa, la de si el papel desaparecerá, o no, y de si sí, cuándo.

Es un dilema único y propio que me asalta a la menor provocación, como quien está a punto de engullirse una orden de cinco al pastor con todo y recuerda que debiera estar a dieta.

El individuo en cuestión, el que uso casi siempre en mis metáforas —debe ser obeso el pobre— se come esos tacos, con limón y piña y todo, pero jamás los disfrutará de la misma manera, nunca como en aquel estado de benevolente ignorancia en el que estamos casi siempre que no estamos a dieta.

Así, lo mismo cuando abro el periódico o cuando estoy terminando un libro. El olor suculento y sobrevalorado del papel empieza por traerme recuerdos, luego pasa a complacerme cobrando la forma de un pequeñísimo lujo de la clase media y, finalmente, se convierte en la pesadilla de la incertidumbre.

¿Cuándo vas a desaperer, maldito? ¿Será esta la última vez que huela uno de los tuyos?

Mis hijos, si es que tengo hijos, los hijos de los hijos de mis amigos, si es que tienen hijos, ¿conocerán el papel?, ¿serán partícipes de aquel viejo ritual cursilón pero necesario que hace agua la boca, ese de abrir el libro y olfatearlo como si se tratara de una droga letal y malvada?

¡Bah!, lo que pasa es que este Kindle me ha hecho un mal terrible, debo admitirlo. Me negué por años a ser uno más de esos “clientes satisfechos” que no son otra cosa que un número con que se hacen las estadísticas que ponen a Amazon y al Sr. Bezos en las portadas de Time, como empresa del año, del siglo, del milenio, de la historia, del universo.

Pero M. me incitó, lo hizo, me lo dio, me dijo ten, y ahí estaba la caja, los 100 gramos de una pantalla blanca que significaría la entrada a un sistema infinitesimal de títulos, opciones, oportunidades, de hojas virtuales que podían ser subrayadas con la misma culpa que una página de algodón pero sin gastar la tinta.

Por eso, cuando vuelvo al papel, lo hago con la vergüenza y la culpa de un hijo de escuela católica. Lo hago sabiendo que quizás mañana el papel no exista, y la conciencia me corroe. Como las bolsas de plástico, como los techos de asbesto, como los termómetros de mercurio, como los calentadores de carbón, como los hospitales en donde se fumaba más que en cualquier bar, como las fibras de lana, como tantas y tantas cosas que han desaparecido porque nos dimos cuenta muy tarde que nos estaban matando.

Así el papel. Por eso huélalo mientras pueda, porque el humano es un ser peculiar que se deshace de todo, también, a la menor provocación.

Seguiré contando.

***

PS

No hay nada más poblano que no bajarse del coche hasta que pase la persona que no quieres saludar.