Figuraciones Mías
Por: Neftalí Coria 

Recordaba el día que perseguí al hombre que ahora estaba allá sentado con un libro frente a sus ojos. Haberlo seguido hasta el episodio del balcón y el grito con el tono de insulto, lo escuchaba en ese momento en el que entraba recto, a la Biblioteca y sabía que aquel lugar era un símbolo más.

Supe su nombre –que por ahora me reservo–, porque como pude, logré ver su identificación y el título del libro que pidió en préstamo. Era un libro famoso del siglo XVI sobre la cacería. Había cogido el volumen y se fue a sentar. Era un libro del que la Biblioteca exhibe la primera edición como una joya histórica y por supuesto que hay ediciones para los usuarios.

De su infaltable portafolios marrón, sacó una libretita roja y allí anotaba después de leer y pasar páginas que definía en el índice. ¿Qué buscaba en un libro sobre cacería? Me miraba de reojo, pero estuve seguro que no me me había reconocido; yo había pedido un libro, pero por la apariencia, no me lo prestaron y yo no quise enseñar mi pasaporte. Salí de la Biblioteca. Noté también que con mucha facilidad le prestaron el ejemplar aquel y lo saludaron como si fuera alguien que frecuentaba el lugar. En la calle me quedé sentado en el alféizar de una ventana que me permitía mirar cuando aquel hombre saliera del recinto.

Algo ululaba sutilmente entre la ventana y mi espalda, era un rumor que me hacía imaginar el ejército de Baudelaire, los soldados transparentes que me vigilaban sin saber para qué. Ahora el ejército baudeleriano, era una vibración constante entre la espalda y la ventana cerrada, como si sobre mi piel, llevara un enjambre de insectos vibrantes, aunque yo sabía y podía imaginar de tras mío, a los hombres del ejército que me protegían, porque si no hubiera sido así, desde antes habrían acabado conmigo. Desde que tuve la percepción de esa presencia que no cesaba, el miedo se había desvanecido. En aquella larga vigilia, disfrutaba sentir que el ejército estaba de tras de mí como las manos protectoras que el poeta de Las flores del mal, me había puesto para que por las calles de la ciudad estuviera seguro.

Esperé no sé cuánto tiempo hasta que por fin salió El Vigilante del Punto cero, con su portafolios marrón. Miró hacia ambos lados y se fue por el rumbo que había llegado. En ese momento creí que era un hombre metódico. Me levanté a seguirlo decididamente. Tenía delante a un objetivo para los deseos de venganza que me surgieron en ese momento. Iría a increparlo, pero también me pregunté si al reconocerme, mi localización para los demás sería un hecho y reanudarían la persecución. Y el miedo y el misterio, volverían a hacerme su presa. Caminé tras él a distancia considerable y algunas cuadras más, decidí dejarlo ir. Tenía su nombre, sabía dónde vivía y otro sería el momento de consumar mi venganza.

Poco me importaba lo que pasara, en aquel momento traté de dormir en algún jardín, pero no lo conseguí. Pasaron horas en los que el ejército vibrátil de mi compañía, me aliviaba y en la imaginación, era perseguido por el ejército de ángeles o demonios que me protegían.

Era la mañana de un miércoles tal vez, no estoy seguro, porque en esos días, seguía perdido.  No me importaba si era miércoles o lunes. Vivir en la calle pierde, porque porque hay un momento en que el tiempo tomaba cauces de los que ya no estaba atento. Sólo importaba si era de noche o de día, si caminaba hacia cualquier lugar que mis zapatos me indicaran, porque más que nunca, mis zapatos tenían esa palabra que había que seguir y obedecer. Los zapatos, los pies y el camino, comandaban el rumbo en el que debía dirigirme y así quería creer que recorrería la ciudad vagando y allá en el fondo, no cesaba de buscar a Andrea Malraux entre la gente.

No importaba si llegaba la noche y volvía el día con sus ráfagas de luz. Así la noche fue llegando y con ella la nueva inquietud de llegar hasta el puente donde estaban los compañeros clochards, a los que tuve que acercarme con habilidad en el trato y demostrar que yo ya era uno de ellos. Me recibieron hoscos, pero poco a poco fui hablando en su lengua, en ese idioma que la libertad de estar perdido en el tiempo, en la embriaguez o en el insomnio, suele enseñarle a los vagabundos. Aquella fue la última noche que estuve despierto, porque cuando la mañana llegó, pude dormir y nada había en los sueños, nada vi, nada, ninguna imagen pude recordar. Cuando desperté, me quedé inmóvil y tardé unos minutos en saber que estaba en París, bajo un puente sobre unos cartones y que debían ser ya las cinco de la tarde. Y también supe que alguno de aquellos seres del Sena, que más tardes describiré con calma, me habían echado una cobija encima. Supe que habían sido ellos y en silencio se los agradecí, porque pude haber despertado temblando por el frío que siempre me da cuando duermo.

Estaba solo y me quedé sentado mirando el agua, como si hubiera renacido. Había que aprovechar la luz y dar un nuevo giro a mi estrategia de seguir escondido y reanudar la búsqueda, aún tan codiciada de Andrea Malraux.