Diario de Viaje
Por: Pablo Íñigo Argüelles

Fui a la visa. Porque así dice el mexicano cuando va a hacer algún trámite sólo para economizar lenguaje: voy a la licencia, voy al IFE, voy a los tacos. Pues así yo: fui a la visa.

            Primero que nada, es importante detallar que por mera coincidencia había leído un día antes ese cuento de Ibargüengoitia, La Ley de Herodes, en el que relata —en pleno uso de la autoficción— la hazaña de un comunista, quien para conseguir una visa estadunidense, tiene que pasar por un peculiar examen médico que contempla un humillante e incomodísimo chequeo proctológico.

En otras palabras, escribe Ibargüengoitia (con su inigualable y filosísima prosa), que el precio que pagó por la visa americana aquel fan de Marx y enemigo de todo lo capitalista, fue —literalmente— que le metieran un dedo por detrás.

            (Me pregunto si Andres Manuel López Obrador ha leído ya ese cuento)

Bajo esas advertencias y con el cuento de Ibargüengoitia en mente, iba yo buscando la dirección de donde ahora se sacan las visas americanas. Muy tempranito, muy peinadito yo, sorteando el amplio surtido de comida callejera que cualquier día de la semana abarrota la Zona Rosa, mismo que, me parece, es una muestra de la gastronomía nacional y de la vida misma.

Yo creo que por eso la CDMX es capital. Sólo por eso. Ahora entiendo que cuando hablan de “descentralizar poderes” en realidad se están refiriendo a redistribuir los infinitos puestos callejeros que hay tan solo en la calle de Hamburgo, por todo el país.

De verdad nos llevan años luz en ese tema, en el de la comida callejera.

A diario, vendedores y consumidores, van creando métodos, recetas y artilugios que hacen cada vez más eficiente el proceso de la ingesta de alimentos a pie de calle. La oferta se multiplica y el proceso se agiliza.

El oficinista no ha terminado de decir buenos días cuando la señora del puesto ya le está entregando el plato con tres tacos de guisado (cochinita, adobo y rajas con huevo), y yo no he terminado de admirar la belleza de la escena cuando el oficinista ya está frente a su escritorio abriendo una ventana de Excel.

Después de este escueto análisis sociocultural, llegué por fin a la visa y prometo que ni me di cuenta, porque todo pasó en menos de treinta segundos.

Primero un policía me pidió que apagara mi celular, después una señorita puso dos sellos en la única hoja que llevaba (y en la que yo creo que vio la cara de su peor enemiga) y, finalmente, me encontré frente a una ventanilla, que apenas dejaba ver a la cónsul regordeta que estaba detrás de ella. Ahí ni los buenos días, sólo me pidieron que no sonriera a la cámara (yo no vi ninguna cámara, así saldrá la foto) y acto seguido me invitaron  a salir de las instalaciones.

En menos de lo que un oficinista come tres tacos de guisado, estaba nuevamente afuera, en el rugir de la calle. Si me hicieron lo que al comunista en el cuento de Ibargüengoitia, yo ni lo sentí.

Seguiré contando.

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PS

 Archivar una conversación de Whatsapp como método de indignación millennial.