Bitácora

Por: Pascal Beltrán del Río 

El 20 de marzo de 1965, el expresidente estadunidense Lyndon B. Johnson envió fuerzas federales a Alabama para garantizar que el tercer intento de Martin Luther King y sus seguidores de marchar de Selma a Montgomery, la  capital estatal, pudiera llevarse a cabo sin sufrir violencia.

La Casa Blanca tomó esa decisión luego de que el entonces gobernador de Alabama, George Wallace, se negó a sacar a las calles a la Guardia Nacional del estado para proteger a las manifestantes. Johnson envió entonces a centenares de soldados y a agentes del FBI a hacer la tarea.

El mandatario no se escudó en que la violación de los derechos políticos de la población negra de un estado de Estados Unidos era un asunto local. Tampoco lo hizo el Poder Judicial, pues el juez federal Frank M. Johnson ya se había pronunciado en el diferendo, con un fallo que decretaba que la marcha de 87 kilómetros estaba garantizada por la Constitución.

Conviene tener este antecedente en la memoria por los argumentos que algunos esgrimen en México para justificar la inacción ante el atropello que se produjo hace una semana en Baja California, donde la legislatura saliente del Congreso estatal amplió de dos a cinco años el mandato del próximo gobernador de la entidad.

Dos veces le han preguntado sobre el tema al presidente López Obrador, en sendas conferencias mañaneras, y dos veces se ha negado a opinar, alegando que se trataba de un asunto local y que él nada tuvo que ver.

Por su parte, la dirigente del partido del gobierno, Yeidckol Polevnsky, afirmó que la reforma que extiende el periodo está justificada porque la quiere la mayoría de los ciudadanos del estado y porque los bajacalifornianos ya están cansados de votar.

Por fortuna, no han faltado quienes han advertido la gravedad de este hecho. Cuatro partidos políticos —PAN, PRI, PRD y MC— han dicho que presentarán una acción de una institucionalidad contra la decisión, una vez que se convierta en ley (aún falta que sea publicada).

Y el presidente de la Mesa Directiva de la Cámara de Diputados, Porfirio Muñoz Ledo, que ya en varias ocasiones ha probado que no es un títere del Ejecutivo, aseveró el pasado fin de semana que, incluso, podría proceder una desaparición de Poderes en Baja California para contrarrestar la medida.

El estilo de López Obrador de centralizar la toma de decisiones y apostar por la destrucción de todas las formas de hacer política que recuerden al pasado inmediato hacen difícil pensar que el gobernador electo Jaime Bonilla haya procedido en el impulso de la ampliación del mandato sin consultarlo antes con el Presidente.

Y es por lo menos incongruente que éste no se pronuncie sobre el tema, si consideramos el mantra lopezobradorista de que nadie debe colocarse por encima de la ley. La reforma en Baja California no sólo tiene visos de inconstitucionalidad –eso seguramente lo tendrá que resolver la Suprema Corte–, sino que se trata de un cambio a la medida de un solo hombre.

Como Johnson, que puso en cintura a Wallace, un demócrata sureño igual que él, el presidente López Obrador no debe tardar en pronunciarse sobre el caso de Baja California. La virtual reelección que ha ordenado el Congreso de Baja California no sólo es ilegal sino inmoral, porque pone en peligro los avances democráticos de los últimos 30 años –que sirven a la mayoría– para beneficiar a una facción política, de un modo que ni siquiera el autoritarismo priista del siglo pasado se atrevió a hacer.

El presidente López Obrador ha insistido en que es un demócrata. En función de eso, debe condenar el atropello y hacer todo lo que esté en sus manos para que cese. Sería la mejor manera de demostrar que él no lo ordenó y que respeta el sistema democrático que hizo posible que él llegara al poder.