Figuraciones Mías
Por: Neftalí Coria 

Las calles y su fulgor me escondían de la negrura. Mientras estaba despierto esa era mi creencia. –La luz es mi escondite –pensaba.

No dormir ni de día ni de noche, me había perdido aun más, porque no encontraba nada de lo que debía estar en la memoria. Había mirado y mirado nada, durante aquellas noches de no dormir y navegar en el mar de los ojos despiertos. Esos días y noches sin dormir, me habían enflaquecido, pero me habían despertado una nueva inquietud en la que al menor sobresalto, se transformaba en desesperación e imaginaba que ya nunca más dormiría, hasta que los ojos quedaran secos y cayeran de la cuenca, como dos esferas que al caer al suelo, se hicieran pedazos como se quiebra un cristal.

Imaginaba la ausencia de los ojos y me aterraba. Estaba en mí la sensación de que sólo con los ojos podría dormir, que solo con mis ojos despertaría. Imaginaba el reino de la oscuridad como una casa deshabitada en la que tenía la obligación de mantenerme despierto, hasta que nada pudiera hacer, sino esperar que los ojos se fueran apagando poco a poco. Dormir sería la muerte. Cuando eso imaginaba, mi reacción era apretar las manos; las empuñaba y las extendía una y otra vez, además de ponerme a caminar y correr sin saber a dónde iría hasta que el cansancio me hacía detener en algún sitio. Y esa angustia y miedo a no volver a dormir nunca, se había presentado justo en la quinta noche. La primera vez corrí sin saber por cuál calle, pero era de esas calles que caracolean y sin remedio me hacían perder la orientación. Nada importaba, corría–caminaba– corría–caminaba– corría–caminaba– corría–caminaba y no había medida del tiempo; la primera vez, duraría más de dos horas sin importar por qué calles iba o por qué sitios pasaba. Y mientras iba en esa alternada marcha, repetía como una oración:

–Voy a dormir–voy a morir–Voy a dormir–voy a morir–Voy a dormir–voy a morir…

Durante el día me sucedió lo mismo, pero por suerte, llegaba la sexta noche y por fin pude dormir en un escondrijo cerca del Sena y bajo un puente que nunca imaginé que existiera. Dormí sin recordar haber soñado nada. Pude dormir la noche entera, como si estuviera en la comodidad de cualquier cama.

Desperté. Debía seguir buscando a Andrea Malraux. Había perdido mi mochila. Guardaba una cartera con tres tarjetas bancarias, dinero en mi cinturón, un encendedor, mi teléfono celular y las llaves de mi casa en Morelia. Eso era todo. ¿Por qué guardaba las llaves? ¿Una costumbre para saber que iban conmigo unas llaves que me permitían sentir que tenía casa en el mundo, que la calle todavía, no era mi casa definitiva? ¿Para qué guardarlas? Tan sencillo hubiera sido, echarlas al río y olvidarme de todo, pero no, las llaves de mi casa eran el último timón de mi vida del que no podía desprenderme y al que seguí guardando en el bolsillo de mi pantalón, como el capitán de un barco, que nunca desatiende el timón porque es el rumbo. Las llaves en el bolsillo me daban pertenencia, y quizás, identidad, origen y destino.

Ese día caminé y di con Notre Dame. Ya no me parecía lo mismo. Me sentí fuera de aquel paisaje poblado de gente viendo y viendo. Ajeno y con toda claridad yo ya no era ninguno de ellos, porque ya no tenía nada qué mirar, ni me interesaba ver nada. Era un día soleado y yo con la barba crecida. Creía ser un blanco de miradas para los policías, y en la menor provocación, se acercarían a detenerme. La ropa que llevaba era mi único capital. No me iba a hospedar en ningún hotel por miedo a que dieran conmigo. Había momentos en que estaba seguro que la pesadilla de ser perseguido ya había pasado, pero seguía latente el temor a que me reconocieran y de nuevo volviera a transitar por las calles del miedo. Me asustaban las maneras con las que dieron conmigo desde mi llegada a París, pero lo que seriamente me hacía huir, era el hecho de no saber el motivo por el que había personas que me buscaban. A toda costa traté de estar fuera de su localización y al parecer me estaba funcionando. No había usado las tarjetas bancarias y compraba comida con efectivo que ya se estaba agotando.

También tenía miedo de encontrar a Andrea y que me viera así. ¿Qué diría si me encontraba en su ciudad con aquel aspecto y tan sucio como ya estaba? ¿Tendría compasión de mí y estimaría el sacrificio que por ella hacía, de haberla ido a buscar hasta llegar a los límites en los que me estaba viendo? ¿Tendría lástima? ¿Su amor alcanzaría para comprender el despojo de persona en el que me estaba convirtiendo? Aunque nada había qué perdonar, pensé que sí me perdonaría. Eran los pensamientos que me habitaban, las preguntas que giraban en mi cabeza sin parar. La ciudad se había convertido en una pequeñez, pese a que estaba seguro que había muchas cosas como para quien puede ser feliz. La ciudad para mí, ya era calles cualquiera y sitios sin valor.

Dos días después que ya dormía bien allí en el mismo puente, solía vagar por las orillas del Sena a cualquier hora. Trataba de confundirme con la gente caminando a un ritmo que todos caminaban. Valuaba cada momento, como si aquello fuera un sacrificio que hacía por una mujer hasta encontrarla. El miedo al ridículo lo había perdido completamente y me habitué a comer cualquier cosa, en cualquier jardín, plaza o en la misma calle. En restaurancitos baratos. No me importaba lo que mi amigo Hugo hubiera pensado de mí, yo que había tenido logros profesionales en mi país, siendo miembro del Sistema nacional de investigadores, con dos post doctorados y una vida que bien podía ser apacible y acorde con una “buena” posición en mi ciudad timorata y ennegrecida por los hipócritas. No sólo París me parecía así, desdeñosa, no era para espantarme, si la ciudad, mi ciudad era algo tan parecido. ¿Cuál era la diferencia?