Figuraciones Mías
Por: Neftalí Coria 

Me dolía el cuerpo entero por la mañana. Era un dolor de frío. Un dolor en los huesos. La Luz del nuevo día era limpia, aunque no muy clara. Me quedé allí sentado durante un rato tratando de conciliar el malestar. Comenzaría a planear de nuevo los sitios a los que iría a buscar a mi luciérnaga (¿mi luciérnaga? ¿por qué le decía “mi”? Era la puta costumbre del ilusionado de creer que todo está a su favor, que todo está donde la ilusión idiota quisiera que se quedaran las cosas). Quería ir a buscarla como la última oportunidad y con las últimas esperanzas de encontrarla y mirar en sus ojos la verdad. Eso me hacía falta; yo por esos momentos no podía ver la otra o las otras caras de mi tiempo. Lo que sí había conseguido, era que ya no me importaba quedarme a solas en la calle, o donde se me hiciera noche y el cansancio o el hartazgo me llevaran. Eso lo había logrado y me sentía cómodo y en acuerdo conmigo mismo. Por momentos llegaba a la conclusión, que esa era la verdadera libertad y me convencía de ella.

Cuando me levanté de aquella jardinera, con fortuna descubrí que me había quedado con una tarjeta en el bolsillo y el dinero que llevaba oculto en el cinturón. ¿Por qué me había guardado esa tarjeta fuera de la cartera? No lo sé, pero así ocurrió y me sentí salvado. Tenía esa alegría que da el dinero a los imbéciles.

Días antes me había llamado Hugo para decirme que había recogido mi correspondencia del cubículo del Instituto de investigaciones. Libros cartas, invitaciones a congresos y demás asuntos de los que poco me importaban. Me los dejaría en mi casa –Hugo tenía llave– y allí imaginaba aquella casa en la que ya no pensaba y a la que me parecía remoto volver. Otra cosa es que las llaves no me las habían robado y seguían en el bolsillo de mi pantalón; y ya lo he dicho, las llaves me hacían sentir dueño de algo, o al menos significaban un objeto que me permitía saber, que del otro lado del mundo una puerta se abriría para mí.

Caminé pensando en poner de nuevo el plan de búsqueda en marcha.

En Montmartre, pasé los siguientes dos días mirando puertas, ventanas, cafés, bares, tiendas y otros sitios más recónditos, buscando su rostro o alguna huella de su presencia. De nuevo la ilusión me tomó por el cuello y a cada momento me sentía cerca de encontrarla. Estaba empleando de nuevo las silenciosas reglas del detective y era un juego que me gustaba jugar porque era un secreto sólo mío. Nunca se lo hubiera contado a Hugo, ni a nadie de mis poquísimos amigos. Estaba haciendo cosas estúpidas que me hacían parecer como un loco o un niño. Me ocultaba en mí mismo para husmear como los sabuesos que están cerca de hallar la presa. Era un juego en el que no podía saber si lo negro del azar, volvería en cualquier momento.

Ya no le preguntaba a nadie, ahora me acercaba a escuchar conversaciones. Miraba con cautela para adivinar nuevas rutas por las que ella podría caminar, según creía haberla conocido. Me repetía frases que eran un mapa para mí: “esta calle le gustaría”, “por aquí jamás se iría caminando sola”, “esos balcones le gustan y se detendría a mirarlos”, “en esta esquina se detendría a mirar el cielo” y repetía más frases que me aseguraban que la conocía muy bien, y que ahora estaban convertidas en los señuelos del cazador.

Perseguía a ciertas personas de las que creía, podrían llevarme a nuevas pistas o a encontrar otras piezas de un rompecabezas maldito y nebuloso. Un rompecabezas que nunca nos deja saber antes, cuál pieza debe embonar para construir la figura buscada y la que completará esa parte de la historia. Buscaba parecidos, semejanzas y más rastros que me la recordaran, o personas que tuvieran algo de ella en el ánima, en su manera de caminar, en cualquiera de sus movimientos, pero el método –como los demás– tendía a fracasar.

La paciencia me acompañaba, porque esa es una de las más efectivas armas del detective. No podía perderla, pese a la amenaza latente de que en cualquier momento podían aparecer aquellos hombres que por entonces les llamaba “mis enemigos”, aunque estaba seguro que ya me habían perdido de vista y tenía confianza que ya no me estaban buscando, ni había razón para ello. Me sentía libre de motivos y seguí buscando rastros, pesquisas, señas y finos rastros que me acercaran a encontrar Andrea Malraux.

Me senté en un café porque quería reposar y la mesera, aunque me vio el aspecto desaliñado, fue amable. Y mientras bebía mi café, no me perdió de vista con esa mirada de la desconfianza que los que no corresponden al lugar pueden dar. Tal vez parecía un loco o pordiosero y aún así, le pregunté si conocía a una familia de apellido Malraux. Se sorprendió de momento, pero me dijo que el hombre que estaba sentado en una de las mesas junto a la jardinera del café, podía saber, porque era un viejo morador de Montmartre. Le agradecí, pero de momento, no quise arriesgar que después de mi pregunta al viejo, las cosas se convirtieran en un nuevo enredo en el que se pusiera en juego mi vida o mi integridad, como ya antes había sucedido. Miré el rostro enjuto de aquel hombre que leía y fumaba su pipa con lentitud. Tenía un aspecto de intolerante, como podía ver constantemente en la gente. Y es que sólo con mi apariencia aquella actitud ante mí, era común y numerosa.

Bebí el café en calma y no dejaba de mirar a las personas; imaginaba por ejemplo, que tal vez Andrea había estado en ese café y comencé a acariciar la silla con la mano lenta. Allí estaría sentada y la creencia fue inmediata. Lo creí. Caricias a la silla y a la mesa, como si estuviera seguro que ella había tocado aquella madera color miel y allí estuviera su inolvidable olor, aquel olor a hojas de un árbol caído en medio del bosque lluvioso que me enloquecía.