Diario de Viaje
Por: Pablo Íñigo Argüelles
Sé tanto de futbol como de física cuántica. Me viene y me va. Me emociona el mundial como a cualquier villamelón, disfruto, incluso, las memorias esporádicas que tengo en los estadios, en el Cuauhtémoc, sobre todo; guardo en lo más especial de mi memoria aquel recuerdo de mi padre llevándome a conocer el Azteca, de pisa y corre, un domingo por la tarde, ante un partido soporífero del Puebla contra el Atlante, mientras mi mamá nos esperaba en el coche.
Pero nada más.
No llaman mi atención los programas deportivos, de hecho no le encuentro razón al hecho de que 4 expertos hablen durante horas sobre lo que pudo haber pasado y no pasó. No entiendo a los que lloran, ni a los que coleccionan las playeras de un sólo equipo y las enmarcan. Si acaso me llené de rabia con el #NoEraPenal pero se me pasó al otro día, y de vez en cuando me gusta envolverme en una cascarita entre amigos.
De los partidos me gusta la cerveza y las alitas, o las cemitas, según sea el caso. Pero a los hinchas no les entiendo, pero los entiendo, ¿me entienden?
Supongo que pegarle a la televisión y rasguñarse la cara de la tensión mientras se quitan la playera equivale a otras fobias y pasiones con las que yo comulgo.
Pero es inevitable, el futbol forma parte de nuestras vidas. Aunque no queramos.
Yo fui portero. El típico niño portero, gordo y sin futuro. Llegué a coleccionar playeras, balones, tacos, álbumes, y le pedí mi papá conocer el Azteca en la ya citada ocasión. Fui a un torneo de Bimbo y perdimos. Tengo en mi haber dos o tres medallas de mentiras, de torneos de mentiras. Fui recibido en el patio de la primaria, triunfante, luego de que el equipo de mi escuela ganara alguna eliminatoria.
Vi con toda la emoción que un niño de 8 años podía contener los primeros minutos del partido México- Corea del Sur, una mañana de las vacaciones de 1998 adentro de un Vips, cuando Jorge Campos era todavía mi ídolo como el de cualquier niño noventero que se respete.
Empecé a admirar a Adolfo Ríos, usé gorra como Calero; pronto me volví portero, porque era un pésimo delantero y peor defensa, más que por querer serlo.
Empecé a ir cada domingo al futbol, a ver al Puebla, con mi papá y con mi tío, por este último conocí a los jugadores y merodeaba en la cancha, aunque nunca pude ser de los que salían de la mano del jugador de moda.
Y luego llegó el ídolo de los ídolos. Yo quería ser como el Conejo Pérez. Admiraba todo de él, su estilo, su calva pero sobre todo su estatura. Yo no era el mejor niño futbolista, pero viendo al conejo sabía que podía llegar a serlo algún día. No importaba que fueras chaparro: si saltabas lo suficiente eras mejor que cualquiera. Eso lo aprendí del Conejo.
Le pedí a mi mamá que el número que plancharan en mi dorso para ir al torneo de Bimbo fuera el mismo que el de Óscar Pérez. Saltaba, paraba y atajaba como él, o al menos yo creía hacerlo.
Pero luego llegó la música y me sonsacó como una novia adolescente. Las clases de piano, de guitarra y los libros hicieron que me fuera olvidando del futbol poco a poco. Cambié los balones por pósters de Billy Joel y las playeras por discos de Simón & Garfunkel y los tacos por La Historia sin Fin de Michael Ende. Me volví un outsider de la noche a la mañana.
Pero siempre, mi jersey de portero, con el número del Conejo, resistió las depuraciones de “tiliches” maternales. Hasta ahora se mantiene entre las únicas tres reliquias que guardo.
Hace unos días que se retiró y le hicieron un homenaje, me hice dos preguntas: la primera fue, ¿seguía jugando el conejo?; la segunda: ¿de verdad me estoy haciendo tan viejo?
El Conejo Pérez se retira, y con ello vienen los recuerdos. Uno no debe ser un garrote para porterear. Si uno salta lo suficiente, puede llegar a donde se le dé la gana.
Conejo, mi niño futbolista y yo, te decimos adiós, y siempre gracias.
Seguiré contando.
***
PS
La fila de los churros está más larga que la de las verificaciones.
