Disiento
Por: Pedro Gutiérrez
Mucho se habla en estos días de nuestra Constitución, de su longevidad, de su diseño, su redacción, su articulado, instituciones y dogmática en general. El debate se ha fortalecido recientemente con la reaparición en los primeros planos de personajes como Porfirio Muñoz Ledo, político avezado en el tema y apasionado del constitucionalismo mexicano. El advenimiento del régimen actual, conocido comúnmente como el de la Cuarta Transformación (4T), también hace repensar el diseño institucional vigente, a partir de la presencia de un Híper Presidente, es decir, un titular del Ejecutivo muy fortalecido incluso —dicen no pocos— con facultades metaconstitucionales evidentes.
En este contexto, una de las partes torales de nuestra Constitución que más se analiza es la relativa a la parte orgánica, es decir, al apartado que diseña y establece la estructura y funcionamiento de nuestro sistema político. Los académicos y la clase política han venido señalando la necesidad de adecuar el diseño institucional de nuestra Carta Magna e, incluso, se habla de una reforma profunda que modifique nuestro régimen presidencial por uno del tipo parlamentario. Los académicos —en este ámbito de ideas— aprovechan para discutir también sobre la pertinencia de cambiar nuestra Constitución, basados en la argumentación de que si se cambia la forma de gobierno ha de cambiarse, consecuentemente, el continente mismo, es decir, la Ley Fundamental. Es el caso de políticos-académicos afines a la 4T como Porfirio Muñoz Ledo, Jaime Cárdenas y otros, quienes apuntan la necesidad de modificar nuestro sistema presidencial y, por tanto, aprovechar la coyuntura para impulsar la redacción de una nueva Constitución para un México cada vez más democrático.
Con todo y la famosa Cartilla Moral promovida por la clase política actual afín al lopezobradorismo, lo cierto es que las discusiones sobre el cambio de Constitución han venido a menos. También se ha caído la discusión por la falta de mecanismos claros que posibilitarían el cambio integral de la Ley Fundamental, y que deja como única vía —legítima o no— la de la revolución. Finalmente, también ha disminuido considerablemente el debate después de que los actores políticos han constatado que la transición se ha desenvuelto sin sobresaltos y que el clima de gobernabilidad, si bien no es el óptimo, tampoco ha provocado una parálisis tan profunda como muchos pronosticaban.
Resulta que el diseño gubernativo que hoy en día tenemos los mexicanos —por razones históricas y geopolíticas— es el del sistema presidencial. Como tal, el sistema presidencial ha servido a los gobernantes del México autoritario del siglo XX para justificar un poder omnímodo y metaconstitucional; nuestra hipótesis en este ensayo consiste, por lo tanto, en señalar que ese mismo sistema presidencial debe subsistir en la nueva realidad política más plural, diversa e incluyente. Pero no sólo debe subsistir, sino que además debe demostrar que funciona para el sistema democrático y que es base y sustento de la gobernabilidad.
Para que el sistema presidencial sea el continente de una gobernabilidad democrática eficiente y eficaz, el texto constitucional debe adaptarse para hacer más flexible el ejercicio del poder en aras de un mejor clima de entendimiento entre las fuerzas políticas nacionales. Con la mayoría aplastante de Morena en ambas cámaras, hoy vemos una posibilidad jamás vista en los últimos 20 años de gobiernos divididos: que el partido del Presidente en el Poder Legislativo automáticamente apruebe sin discusión alguna las iniciativas de ley secundarias (para las reformas constitucionales, es menester armar mayorías con otras fuerzas, a partir de la cláusula de gobernabilidad).
Al final del camino, lo que no podemos permitir es que, habiendo logrado una democracia electoral y una transición pacífica, los mexicanos no seamos capaces de instrumentar mejores mecanismos de colaboración entre los agentes gobernantes que integran los poderes públicos. La parálisis e ineficacia de las instituciones serían los verdugos de la propia democracia, porque terminarían matándola ante el desencanto de todos.
La figura de primer ministro o Jefe de Gabinete podrían insertarse en el texto constitucional para garantizar una mejor gobernabilidad democrática, antes de seguir pensando en caminos más sinuosos y tortuosos como los serían el cambio de forma de gobierno o, peor aún, el cambio de Constitución. Me parece que la figura de primer ministro o Jefe de Gabinete implicaría una reforma política de segunda generación que generaría mejores condiciones de gobernabilidad. Un Jefe de Gabinete que se encargue única y exclusivamente de las relaciones políticas/legislativas entre el Ejecutivo y el Congreso, así como con algunas atribuciones al interior de la administración pública federal. Con ello, se deja que el Presidente se haga cargo de auténticas tareas de Jefe de Estado, sin el desgaste cotidiano de la administración pública y menos del Congreso.
