Figuraciones Mías
Por: Neftalí Coria / @neftalicoria
París es una ciudad que cierra las puertas a los desposeídos y el trato que la ciudad comenzaba a darme, era el mismo que les daba a los apartados del mundo productivo. París venera a los que van a dejar su dinero y obedecen, con la obediencia estúpida del turista que cree que todo se compra. Pero yo aún tenía un sostén que no se notaba y mi paciencia era algo similar a un disfraz. Tenía algo dinero y fuerzas para dejar pasar unos días en mi escondite personal y volver a buscar a Andrea Malraux.
Cada momento que pasaba, me sentía protegido por mi apariencia. Y por el contrario de los que visten con ropa limpia y esa relativa elegancia que los hace sentirse seguros y protegidos, y precisamente en la ciudad de la moda, de la elegancia, lo fino, yo estaba en el otro extremo. Era un clochard más por las calles y a cada momento, pese a que me hacía sentir oculto y seguro, mi aspecto también me cerraba puertas.
Caminé por las calles y podía sentir las miradas de la gente, y como si caminara en una burbuja, la luz del día me hacía a un lado con sus manos tibias. Había descubierto una manera de vivir que me hacia recordar la estremecedora novela Hambre de Knut Hamsun, salvo que yo –hasta ese momento– podía comer, pero sobre todo no vivía la fiebre por escribir como condena y como el personaje de la novela, podía mirar con agudeza, aquel mundo poblado de cosas y esa riqueza desquiciante de una ciudad que aparentaba no necesitar nada y vivía la felicidad en colores. Esa era la diferencia entre el personaje de Hamsun y yo. Yo estaba convertido en un clochard, pero no dejaba de sentirme solamente disfrazado, aunque con el serio temor de que me descubrieran aquellos hombres que podrían salir de cualquier agujero de la ciudad y asesinarme. Creía que aquel disfraz era fácil de llevar, pero no, no es fácil fingir lo que uno no es y hacerlo también tiene consecuencia serias. Esconderme en un disfraz de clochard, no fue sencillo, pero también era como burlarme de la pobreza. Después estuve convencido que no debí hacerlo, porque yo no era ningún indigente, y pagaría las consecuencias, tal vez como un castigo.
Una de aquellas tardes me acerqué a un carrito para comprar un baguette que había en la cercanías de la Torre Eiffel. El hombre me miró con atención y me pidió que le pagara primero. Le pagué también un jugo de lata. Me miraba como si lo fuera a robar. Me alejé de allí, pero el vendedor seguía temeroso y sin perderme de vista. Esa fue de las primeras veces que sentí el rechazo y lo efectivo de mi disfraz.
Sentado en el pasto, comí. Quizás comía de manera grotesca, porque el hombre del carrito seguía sin perderme de vista. Para ese día ya había perdido la mochila y no tenía en qué recargar la cabeza. No llevaba nada conmigo. Me sentía más solo sin mi lectura, sin saber que no tenía una muda de ropa, ni cepillo de dientes y demás cosas que ya no me importaban. Mi cuaderno y una pluma, los guardaba en el bolsillo; allí anotaba lo que me venía a pensar; nombres de lugares y palabras que desconocía.
Esos días fueron la mejor lección de marginalidad exhaustiva que he vivido en la vida. Pude saber cómo los hombres de la ciudad pueden despreciarse entre sí, cómo pueden odiarse de manera intermitente y son capaces de hacer pedazos al que se interponga. Vi a los hombres posesionados de una fuerza que les dio su espíritu de pertenencia. Vi las puertas cerradas con las que se encuentran los sin casa, a los que arrastran la vida como ellos mismos arrastran los zapatos por las calles. Todo parecía oscuro, todo me parecía una bruma en cada cosa que pensara y lo único que me alcanzaba a dar esperanza, era que Andrea estaba del otro lado de la hazaña, cualquiera que fuera su rumbo. Veía el futuro para salir de aquella situación que yo no había buscado, pero la encontré y ya me sentía cómodo y convencido de haber logrado un escondite y un disimulo, que hasta esa tarde limpia donde estaba comiendo sobre el césped, me mantenía como si viviera en la patria que de verdad era yo.
Me recosté y dormí sin miedo poco más de media hora. Desperté y nada había ocurrido. Comprobaría que un hombre con la apariencia como la mía en aquel momento, a nadie le importa, incluyendo a los iguales. A nadie le importó que yo fuera un transeúnte que con su disfraz se sintiera seguro.
Allí, mirando el cielo, creí que debía reiniciar la búsqueda y no tenía qué esperar. Me levanté del césped y en ese momento me fui a Montmartre. Caminé por todas partes en ese mítico barrio, mirando la gente. Imaginaba que Andrea estaba cerca de mí y eso me estremecía. No me sentí con el derecho de preguntar a nadie, porque sabía que un hombre de aspecto como el mío, no es de fiar. Cualquiera me tacharía de loco y quizás les provocara miedo y repulsión. Nadie tomaría en serio la pregunta: “¿Conoce usted a Andrea Malraux?” Y cualquiera sería capaz de agredirme y llamar a la policía. A una muchacha –que me atreví a preguntarle–, corrió asustada. Fue la señal para no preguntarle a nadie más. Sin embargo, dos tipos con la misma apariencia que yo, comenzaron a seguirme hasta que uno de ellos, me inmovilizó por la espalda y el otro me sacó todo lo que traía. Huyeron, no quise perseguirlos y no vi razón para hacerlo. Me había despojado. ¿Era el castigo por llevar un disfraz con el que no debía burlarme de la pobreza? Esa noche dormí en Montmartre. Cerca de una jardinera. Tuve frío y mi disfraz, en nada me había ayudado.
