Figuraciones Mías
Por: Neftalí Coria

Ya no hablaba con nadie. Cuando llegó la noche, con la tristeza de no saber qué hacer, sin cabida en ningún lugar más que la calle y el tráfago de aquel barrio, fui a un sitio donde pude hablar por teléfono. El único número que recordaba era el mío que me habían robado y el de Hugo. Le marqué y contestó; estaba dormido, por el horario en Morelia eran las cuatro de la mañana. Tuve ganas de regresarme en ese mismo momento en el que la voz de mi amigo, con avidez, me hacía preguntas. Solo le dije que estaba cansado y que no había podido encontrar a Andrea.

–Ya vente, ya no tiene caso. Acá tienes algo más que esa soledad que oigo en tu voz.

Hablamos y le mentí lo más que pude, pero estoy seguro que no me creyó y se quedó callado durante un momento. Supo que le había mentido.

–Perdí mi teléfono –le dije.

No respondió nada; entendí que tampoco me había creído y viró la conversación. Me dijo que había mandado limpiar mi casa y de la correspondencia, podía hacerme una lista. Le dije que no. Le agradecí. Cuando terminamos la llamada, tuve ganas de volver y lloré. Caminé para aliviar la nostalgia estruendosa que estaba en mí como una inyección. Trataba de deshacerla con los sitios que en el camino iba mirando, pero no pude. Compré algo para comer y una botella de vino. La bebí en uno de los jardines de ese barrio que me permitía sentirme cerca de Andrea.

Quise alejarme de allí. Fui el Sacré Coeur. Me senté en el atrio y allí estuve entre mucha gente, para la que yo era invisible y allí dejé pasar la nostalgia por el deseo de estar en Morelia con Hugo, hablando de Botánica con la pasión que Hugo tenía por las plantas y su emoción por sus trabajos de investigación en la Universidad. Las esperanzas –no solo de encontrar a Andrea, sino las de mi vida– se estaban perdiendo. Lloré y quise entrar a la iglesia sin saber a qué. Entré y estaba llorando con una extraña melancolía que me estrujaba y me hacía verme como si ya no tuviera salida. Me pensaba como un estúpido que estaba buscando un imposible. ¿Estaba allí por amor? ¡Qué absurdo! ¿Quién por amor se aferra a una ciudad que no es por ninguna de sus astillas, suya?

Decidí buscar las aguas del Sena, porque mirar el río siempre me había aliviado y agudizaba mis estados de ánimo. Cuando por fin pude llegar a las cercanías de aquellas aguas corrientes, me seguí sintiendo solo allí, al lado de aquel olor que ya me parecía familiar y el hedor de esa agua que pasaba, me hacía sentir bien. Contemplaba el agua verde del Sena en el Pont de l’Archevêché desde el borde del río.

Allí, en el suelo estaba la pareja de ancianos Clochards que antes ya había visto. Esta vez hablaban con mucha alegría y tomaban vino de una botella que el viejo sostenía y guardaba bajo el saco. Estaban bebiendo en un solo vaso que con frecuencia, también escondían bajo el saco del viejo o el suéter de la mujer. Hablaban entre sí, pero era él quien la cautivaba. Recordé la novela de Arrabal y aquel clochard bebedor bajo los puentes del Sena. El mundo pasaba allá lejos de ellos, ignorado e invisible. Él le hablaba. Ella sonreía y bebían trago y trago, y después llenaba el vaso de nuevo. Reían con una alegría definitiva, sobre todo la vieja. No podía entender aquel dúctil y refinado dialogo, porque él le hablaba con cierta elegancia. Era la segunda vez que los encontraba y me inquietaba verlos que no miraban hacia ninguna parte. Una conversación amorosa era la de ellos. Me alegró verlos y luego me irritó. ¿Dónde estaba Andrea? ¿Por qué no estaba allí para cerrar nuestro candado, colocarlo en el puente y lanzar la llave al río?

La risa de la vieja era de esas que cascabelean con rapidez y con profunda sonoridad. Había gracia en ellos. Luego él levantó el vaso, bebió, después ella hizo lo mismo y chocaron el vaso contra el puño de uno y otro. Él vestía una camisa blanca, un saco un poco largo negro y un pantalón caqui. Tenis blancos que le quedaban un poco grandes y sin calcetines. Su espalda recta, la pierna cruzada, le hacían parecer un hombre elegante; rodeaba los setenta años y ella quizás un poco menos. Llevaba puesto un vestido de una bonita caída y también usaba tenis.

Subí al puente de los candados y miré el río. Me dio calma mirar el agua incesante, me dio consuelo, porque estaba frente a imposibles y comencé a pensar en que todo se derrumbaba: imaginé mis esperanzas cayendo al agua como si fuera una sustancia blanca que se disolvía en el agua pasante. Allá había quedado la pareja de clochards en su conversación alegre; dos parisinos que después serían mi consuelo.

Seguía sentado en aquel puente y me llegaban imágenes miserables que nunca en otros días hubiera visto. Ninguna de las muchas cosas que estaban alrededor de mi vida en aquel momento, comenzaban a dejar de importarme, incluyendo el hecho de encontrar a cualquiera de mis persecutores, palabra poco usual en mi vocabulario, pero que los nombraba con exactitud. Había dejado de importarme el funcionamiento de aquella ciudad que siempre creí que era hermosa. Y a sus habitantes los veía como los odiosos propietarios de una ciudad a la que nada le faltaba y quizás, como dueños de una de las ciudades más hermosas del mundo. Veía a los parisinos como mis enemigos que me devolvían la mirada como cuervos amenazados. Avaros seres que cuidaban de la ciudad perfecta y eso fue lo que le dije poco después a Alan, uno de los hombres que se albergaban conmigo en las entrañas de los puentes en los que era posible dormir, cuando fanfarroneaba por ser parisino.

La vida podía ser sosegada en aquel otro París, donde también había ratas.