Diario de Viaje
Por Pablo Íñigo Argüelles 

Hoy es una de esas mañanas en las que todo me molesta. Me molesta el café, me molestan las historias de Instagram, me molesta el calor, me molesta el agua, me molesta el ladrido de los perros y me molesta agosto.

Un mes terrible, sin duda, y nisiquiera estamos aún a la mitad.

Hoy es una de esas mañanas en que los domingos no tendrían porqué existir. ¿Quién, díganme ustedes, fue tan cruel como para inventar un día tan malo?

 

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Eso de ‘levantarse con el pie izquierdo’ es un mito absurdo: hoy yo me levanté con el derecho (porque pisé mi teléfono que seguramente azotó durante la noche sin que yo me diera cuenta) y mírenme, yo aquí lamentándome, refutando el mito ese del pie izquierdo.

Porque las nuevas generaciones ya no pegamos el ojo con un libro encima a medio terminar, sino con el celular en mano, y, si tenemos suerte, ni se rompe la pantalla si se cae, ni nos rompe la nariz mientras nos quedamos dormidos.

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Hoy también me molestan las canciones que hablan sobre días malos. Tengo la mala suerte de que el parque que está atrás de mi casa, ahora, después de una morenovallista remodelación, cuenta con un magnífico sistema de altavoces que sintonizan música ambiental.

Lo anterior tiene pros y tiene contras. Los pros son que puedo adivinar la hora en la que me he despertado según la voz del cantante en turno. Me explico.

A las 7 de mañana siempre ponen Preso, de José José.  A eso de las 8:05 ponen la vomitiva Como quien pierde una estrella, de Alejandro Fernández; a veces, a las 6 a.m., cuando he llegado a intentar hacer ejercicio a tales horas, ponen la mejor selección de versiones de éxitos ochenteros en Bossa Nova.

Me encantaría conocer al curador de dicha selección y externarle mi odio, porque estoy seguro que es alguien el que selecciona esa música, no es una computadora, las computadoras tienen gustos planos pero no tan malos.

 

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Existe este romanticismo —que detesto, por cierto— que ronda en torno a los ‘malos días’ y todo lo que tengan que ver con ellos.

Existe, todavía más, una relación romanticona entre los días malos y la lluvia, relación explotada hasta el cansancio por autores sin imaginación que nos invitan a mojarnos y disfrutar las gotas —horrosas— de la lluvia como si estas fueran un regalo del cielo.

Hay también frases incontables de autores anónimos que resaltan la relación de los malos días y la posición inclinada —hacia abajo, claro— de nuestras cabezas. ‘No bajes la cabeza, princesa, que se te va a caer la corona’, y otras frases hechas en al calor de un café de tienda de autoservicio.

 

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            Hoy es un mal día, y tengo todo el derecho de poder decirlo. Me molesta, así como todo lo anterior, la pila de libros que tengo por leer en el buró de mi recámara.

A propósito de ese detalle, me acuerdo que un día llegaron a la primaria en donde estudié, unos argentinos a vendernos (para que le dijéramos a nuestros papás) un sistema en el que podríamos aprender a leer 100 palabras por minuto.

Muy entusiasmado llegué a vender la idea a la casa a la hora de la comida. Para mi mala suerte, en una época en la que todavía no había tanta consciencia para con los datos personales, los argentinos llamaron esa misma tarde a mi casa y pidieron hablar con alguno de mis padres.

Mi mamá tomo el teléfono mientras me lanzaba una mirada de ahora qué hiciste.

Esa noche, evidentemente, no me tocó cenar por andar dando el teléfono de la casa a unos argentinos desconocidos.

Y por supuesto, jamás aprendí a leer 200 palabras por minuto y hoy, en una mañana de un domingo terrible, mientras Demis Roussos canta Forever and Ever en las bocinas del parque, lo lamento.

 

Seguiré contando.

 

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PS

Hoy conocí, en la zona de juegos de un restaurante, al hijo del Licenciado Valeriano.