Figuraciones Mías
Por: Neftalí Coria 

Desperté con una rata que estaba olfateando mi cara. Vi sus ojos vidriosos y sus bigotes moviéndose. Olfateaba uno de mis pómulos y me quede quieto; vi como movía la naricita de un lado otro; en sus ojos oscuros, vi la ternura brutal de las bestias.

La tarde anterior había discutido con Alan, el compañero de Virginia y Michel y pensé que era una venganza. Estaba seguro que Alan había traído la rata allí. El día anterior había fanfarroneado porque él había nacido en París y me miraba a mí con un desdén que le encendía el hecho de propiciar la palabra “París”. Y mucho había de eso, que no desaprovechaba momento para hablar de su orgullo francés.

–Haber nacido en París no te hace diferente de los demás –le dije–, aquí todos somos iguales.

Ofendido se levantó de donde estábamos sentados.

–Para muchos tú no eres bienvenido aquí –me dijo con un gesto que al menos a mí me pareció altanería–. Aquí en París ya no hay sitio para tantos extranjeros.

Evité los golpes. Lo cogí del cuello y le recordé que le debería dar vergüenza de la historia de su patria y lo que hicieron con los pueblos que los franceses brutalmente colonizaron. Lo empujé y se alejó espantado. No quise golpearlo y tampoco supe si lo que le dije había tenido un efecto en él, o simplemente le había afectado que lo cogiera del cuello. Virginia y Michel guardaron silencio. Alan se alejó de nosotros y fumaba mirando el río. Me pareció extraño que los viejos no lo defendieran, ni dijeron nada. Hablé con ellos, pero siguieron con su silencio. Su dialogo se reducía a monosílabos y miradas entre ellos. Alan regresó, pero no hablaba conmigo. Esa noche dormí con el miedo de que Alan llamara a sus otros amigos, a los que llamaba “hombres subterráneos” y me atacaran. Eran tres que acostumbraban robar, según dijo Virginia y esporádicamente frecuentaban nuestro lugar en el Sena. Alan les tenía cierto respeto y con frecuencia se iba con ellos durante días.

No había amanecido completamente, cuando sucedió el encuentro con la rata. Y como no hubo movimiento más que el de mis ojos al abrirse, nada la hizo inmutarse y trató de morderme, pero logre retirarla de un manotazo y se fue.

–Una rata parisina– dije en voz alta. Ellos oyeron, porque estaban despiertos.

Cuando amaneció, preferí irme de allí. Creí que llamarían a la policía, o que harían lo que fuera por deportarme, porque de eso los creía capaces, sobre todo a Alan. Por la tarde cuando quise regresar, tuve temor que me estuvieran esperando para acabar conmigo. Y es que desde lo sucedido con el hombre que me iba a matar, para mí era muy fácil construir enemigos y asesinos. Tenía la seguridad que en esa ciudad, cualquiera sería capaz de matarme. Mi desconfianza seguía incubada en mí como un virus. La muerte se había vuelto una imagen recurrente que lograba estremecerme y ver asesinos por todas partes de París.

Regresé por la tarde y allí estaban. Los encontré cantando y bailando. Virginia reía como loca. Cantaban a coro y al mismo tiempo danzaban desaforados. Cuando me acerqué a ellos, se sintieron descubiertos porque los estaba mirando en el pequeño aquelarre. Se detuvieron y comenzaron a preparar la huida, les dije que no iba a pelear, que quería estar en paz. Les pedí disculpas aunque estaban temerosos, les dije que les invitaba un vino y cigarros. Poco a poco se acercaron a mí y fuimos a comprar alcohol. Hicimos una especie de fiesta allá, atrás de una bodega muy cerca de donde descargaban los camiones. Allí es daban algunas latas de atún y algunas cosas más porque eran amigos del vigilante; un hombre alto y rojo de la cara, rubio y de ojos azules insultantes. Se llamaba Paul. Era en cierto modo su benefactor que les ayudaba con frecuencia y ellos le agradecían con mucha cortesía, como era el estilo de Michel y Virginia.

Alan me daba la impresión, que veía en ellos los padres que nunca había tenido, según me había dicho. Era un hombre joven que estaba perdido por su adicción al alcohol y a la vagancia. Huérfano desde adolescente y aficionado a la música, de ahí su apego a Michel. Eran amigos y los tres pasaban la vida juntos, aunque Alan de pronto desaparecía y siempre regresaba para la embriaguez constante.

–Es como nuestro hijo– me dijo Virginia.

Me preguntaba qué hacían para tener dinero, porque nunca se quejaban por dinero, hasta que supe que los viejos estaban pensionados, y Alan ya no podía pedir seguro de desempleo y Michel y Virginia le daban, aunque también conseguía dinero de otras maneras que nunca supe. Michel tenía casa y un hijo que lo había abandonado. Y le daba igual ir a dormir a la casa o quedarse con Virginia por allí, como desde un principio los conocí. La luz de la embriaguez los mantuvo fuera de casa y poco les importaba. Virginia era viuda y un día conoció a Michel y ya no volvió a su casa; nunca tuvo hijos y había quedado “como un papel al aire”, como me dijo riéndose. Era una rara historia de amor que se mantenía –como su alcoholismo– de manera consuetudinaria y alegre, persistente y con mucha solidaridad. Preferían las calles de París que la casa de Michel, porque no era un hogar lo que buscaban; me daba la impresión que buscaban una libertad recién descubierta y lejos de la convencionalidad que correspondía a los parisinos de su edad. Eran como dos jóvenes que soñaban con el cielo entero para no hacer nada, como entre risas aseguraba Virginia.

–¿O no Michel?– le decía Virginia.

El sonreía, la miraba y le decía:

–We mon tendre lune.

Creían en el amor, en ese amor que más parecía un monumento entre los dos.

Por fin les dije que yo por amor estaba en esa ciudad y como es común se solidarizaron. Me prometieron ir conmigo a buscar a Andrea y también calificaban de una locura lo que estaba sucediendo conmigo. Llamaron ingrata a Andrea, porque no tenía otro nombre, decía Virginia. Me dieron la mano y me llamaron valiente. Les asombraba mi comprensión de su parloteo en francés parisino, aunque arrastrado por el alcohol y la poca importancia por decir lo que decían. Allí comencé a tener más cercanía con ellos. Por eso la embriaguez y aquellos parisinos, me devolvieron la luz a los ojos.