Diario de Viaje
Por Pablo Íñigo Argüelles 

A casa ha llegado un personaje. Un caballero inglés, políglota, histriónico, explorador.

Llegó par avion, con un séquito de bestias exóticas detrás de él, (osos, pingüinos y elefantes domados) que le acompañaron durante su larguísimo trayecto desde Britania, isla en la que ostenta un palacio de madera, en cuya habitación más alta —postrada un torreón—, pasa las noches mirando sus tierras, sus bosques, y, sólo por las noches, en lontananza, el fulgor de un monstruo urbano.

De su cabellera ni hablemos: supe que se trataba de él tan pronto le vi salir a través de la puerta, pues es dorada y generosa, “como la del principito”, apuntó este humilde súbdito (a manera de cumplido) cuando le estreché respetuosamente la mano entre los silencios naturales que traen siempre los reencuentros.

Se ha instalado en casa después del largo camino, en una cama construida especialmente para él, con sábanas y maderas especiales traídas de las lejanías y que sólo podrían merecer sostener el peso de un soberano.

Para su bienvenida se ha previsto, al igual que una selección amplísima de ropas y zapatos color cerúleo, un arsenal de vehículos automotores y de propulsión a chorro, listo para cualquier eventualidad y todas sus variantes. Desde helicópteros de uso militar hasta aviones dotados con muebles finísimos, coches de carreras y bicicletas con canastas en las que se pueden transportar frutas y otros menesteres.

Sibarita, he olvidado decir que es un sibarita, catador de salsas y platillos exóticos como chapulines, tubérculos (tacos, incluso) y otras delicias del país nuevo; es experto en bosques y parques, navegante de barcos imaginarios desde los que mira a lo lejos, su casa.                                                    Siempre su casa.

Disfruta también, el personaje, relajantes baños en la alberca. De hecho se ha mandado instalar especialmente, para su visita, una alberca de las pelotas más finas de los alrededores y de los colores más brillantes jamás imaginados.

De las bestias que este cronista/anfitrión ha apuntado en el primer párrafo de esta bitácora, destaca, sin duda alguna, Mateo, su fiel león, quien le ha acompañado desde que ambos eran del tamaño de un cachorro.

Juntos —esta escena podría parecer salvaje, pero no lo es— exploran los lugares más recónditos de la tierra nueva.

Todas las mañanas, sin falta, el personaje gusta de tocar el clavicordio que se ha dispuesto para él en su aposento. Ahí interpreta las melodías más barrocas, y canta, al silencio sublime de todos los presentes, las tonadas que ha escuchado a lo largo de sus periplos por el mundo.

En cuanto a las palabras, el personaje es un gran amante de ellas. Encuentra peculiaridades  en las que no son sajonas, ni latinas. En particular, ha encontrado un cariño especial en el recto pronunciar de “Popocatépetl”, “Iztaccíhuatl” y “Tepeaca”.

La mañana siguiente a su llegada, el personaje fue testigo de uno de los fenómenos más intrigantes de la naturaleza. En el mismo jardín en el que daba una caminata, muy cerca de donde fue dispuesta la alberca y todos los arsenales antes descritos, el personaje fue testigo del nacimiento de un arcoíris.

Que esta bitácora sostenga, aunque parezca tarea imposible, el registro de tan sutil experiencia, que iguala a la que este cronista/anfitrión experimentó cuando notó que el personaje reparaba por primera vez en dicho fenómeno.

Mientras seguimos tomando apuntes de las travesías del personaje, por ahora, todo ha valido la distancia gracias a un simple arcoíris y claro, a un león llamado Mateo.

 

Seguiré contando.

***

 

PS

 

Dejé mi dignidad en el probador de un Zara.