Diario de Viaje
Por: Pablo Íñigo Argüelles

Quizá el del pápalo —junto al de la gasolina y al de pollo asado— sea el olor más reconocible sobre la faz de la tierra. Y si no me cree, o piensa que la introducción a este artículo es una mera falacia, pregúntele a cualquier poblano.

            Incluso, si uno detesta desde siempre a esta noble planta, su aroma resulta todavía más identificable, más, si usted quiere, detestable. Esas personas que tienen aversión para con esta fina yerba —para los Aztecas, mariposas comestibles— pueden identificar a alguien que acaba de zamparse una cemita con papaloquelite a kilómetros de distancia (y a días de distancia, también).

            El lector estará de acuerdo conmigo en que el mundo, o al menos la civilización contemporánea —si puedo tener la libertad de llamarla así— se divide en dos grandes grupos: a los que les gustan las cemitas con pápalo, y a los que no.

            No hay medios, no hay entres, simplemente así es: blanco o negro, pápalo o sin pápalo.

            Pues los miembros de la tripulación del vuelo que tomé hace unos días para ir de Puebla a Cancún, ataviada de trajes púrpuras elegantísimos, pertenecen a ese primer y contundente grupo de la civilización contemporánea: ellos, la cemita, la prefieren con pápalo.

            Los viajes son un cúmulo de olores y por supuesto que no me estoy refiriendo a los olores del destino que uno elige —el bosque, la playa, la ciudad—; más bien me refiero al transcurso, ese momento glorioso en el que nos vemos encerrados en un mismo espacio con otros 100 cristianos, y en el que uno, la mayoría de las veces, se siente miserable.

            Pues en este caso me vi encerrado en un vuelo no tan concurrido como yo pensaba, y en el que, después de un golpe de suerte en el que el sistema (bendito sistema) me asignó un asiento de primera fila, logré acomodarme. Comencé entonces la noble tarea de observar, que, para mí, y más durante los vuelos, resulta ser una tarea fascinante: uno es testigo de los extremos más caprichosos de la raza humana, juanetes, mole para compartir, ronquidos infernales.

            Pero lo que a continuación relataré, querido lector, jamás lo vi venir.

            No habían pasado ni cinco minutos del despegue, cuando el cuerpo de azafatas, muy presto, como quien hace una tarea crucial, sacó de no sé donde, una bolsa de plástico que contenía, como bien pude ver, unos paquetes de papel estraza en su interior.

            Debido a que se trataba de un avión pequeño, al menos las primeras filas de pasajeros fueron testigos de cómo las azafatas sacaban lo que después confirmaríamos, se trataba de cemitas de milanesa y quesillo con doble pápalo y chipotles (lo del doble pápalo lo supimos después cuando nos llegó el tufo).

            Ante mis ojos verdaderamente incrédulos, una de las sobrecargos le dio una mordida milagrosa a su cemita que me dio envidia, aunque luego se dio cuenta de que yo ya me había dado cuenta de lo que estaban haciendo y fueron más discretas.

            Fuera de cualquier juicio que pudiera yo hacer en cuanto al alimento que escogieron para refrigerio, me puse a pensar en la lista interminable de de restricciones, muchas veces incomprensibles, que nos hacen pasar a los pasajeros. Además, claro, que me pareció un acontecimiento surreal en toda su plenitud.

            Pero eso no es todo.

            Cuando las dos azafatas, llamésmoles Fabi y Lili, estaban con cemita en mano a medio terminar y en pleno chisme, les sonó el teléfono que usan para comunicarse entre la tripulación y una de ellas sólo dijo: Enseguida, Capitán.

            Y sí. A continuación, Lili sacó dos cemitas de bolsas desechas por la grasa y las dispuso en un plato desechable. Fabi —como quien cumple una tarea crucial— sacó del refrigerador dos latas de coca-cola y las puso en una charolita, en la que Lili puso los dos platos antes descritos.

            Así fue como, cumpliendo firmemente los protocolos de seguridad dispuestos por quien sea que haga dichos protocolos, el capitán, llamémosle Capitan Abundiz, abrió la portezuela de la cabina de control y recibió, con ojos de ilusión, su encargo con doble ración de papaloquelite.

            Que no quepa duda que la aerolínea que viste elegantemente a su tripulación de color purpura, también, sin duda, la tiene bien alimentada.

            Y así fue como soportamos, por dos horas y a cien mil pies de altura el agradable tufo del pápalo.                                  Como se habrán dado cuenta yo soy de ese segundo grupo de la civilización que odia, detesta y vomita el pápalo.

Seguiré contando.

***

PS

¿Soy yo?, o en cada colegio hay una Doña Pelos.