Diario de Viaje
Por Pablo Íñigo Argüelles

A la playa llegó una influencer.

            ¿Que cómo lo sé?

            Bien, pues a simple vista es muy cierto que uno es incapaz de distinguir entre una persona que sólo es histriónica por naturaleza y una que dedica su vida, tiempo y fuerzas, a administrar una cuenta de Instagram.

            Por lo que cuando llegó toda desparpajada, con un bikini negro y arabesco de telas que se enredaban por todo su tronco, un Chihuahua y un mozo detrás que le cargaba la bolsa, pensé que solamente se trataba de una turista faraonesca de esas que creen, como otros muchos, que la Riviera Maya se hizo ayer y para ellos.

            Definitivamente quería que todos notaran su presencia, pero sobre todo quería hacerse notar por alguno de los meseros de la playa, a quienes les recitó, tan pronto la atendieron,  una lista de menjurjes sin alcohol que exigía se le fueran despachando poco a poco, entre los que se incluían: agua simple, agua de coco, jugo de tomate, un caballito de jugo de arándano y luego, una vez terminada el agua, carne de coco picada y bañada con limón y chile Tajín para poderlo comer a gusto.

            La escena me pareció de lo más curiosa, pues el mozo musculoso — perdone usted la aberrante cacofonía—, una vez instalados en sus respectivos camastros, comenzó a sacar algunos artículos de la bolsa de su patrona, como sombreros, tres pares de lentes, y un conjunto de telas que uno no podría saber si iban a ser parte de una especie de puesto ambulante, ahí en medio de la playa, o si sólo era porque habían traído todo un guardarropa por lo que se ofreciera.

            Hubo protestas cuando el mesero trajo la primera encomienda. El agua estaba demasiado fría; la prefería al tiempo, enfriándose en una hielera. El mesero se fue con la botella y regresó al poco rato con una hielera y tres botellas de agua de marca nacional, que se enfriaban como si fueran botellas de champagne.

            El mozo musculoso se quitó la playera mientras su ama se untaba quién sabe cuantas cosas de cuantas botellas le cabían en su bolsa de mimbre, y en un acto de plena libertad, comenzó a dar unos pasos hacia el mar. Cuando sus pies estaban por tocar el agua, un grito muy parecido al de una madre que está a punto de aventar una chancla, resonó  a través de los camastros. “¡Álvaro!, ¡Álvaro!, ¡el bloqueador!, creíste que no me iba a dar cuenta”.

            En ese momento, el mozo, de quien hasta esta parte de la escena conocimos el nombre de pila, renunció a su noble empresa de meterse al mar, y sin decir una palabra regresó cabizbajo al camastro preso de una esclavitud contemporánea, en donde su ama, quien para este momento yo ya había entendido que se trataba de su novia, le aplicó con vehemencia litros y litros de sustancia blanca, por lo que cuando por fin Álvaro pudo entrar al mar, lo hizo con plastas blancas que se disolvieron en el agua maya, haciéndole parecer un payaso deprimido que no pudo amenizar correctamente una fiesta, y cuyo maquillaje, también, se deshacía al igual que lo poco que le quedaba de orgullo.

            Yo ya había renunciado a la lectura que hacía de una novela de misterio, pues la realidad estaba superando a la ficción.

            Como había mencionado, la pareja de enamorados (ama y mozo) iba acompañada de un Chihuahua al que la estrella improvisada del bikini negro, llamaba Roberto, con muchísimo más ternura y firmeza que como llamaba a su novio, Álvaro.

            Roberto, el más sensato de los tres, decidió hacerse un huequito en la arena debajo del camastro para resguardarse del sol, preguntándose, creo yo, en cuántas cosas habrá hecho mal en sus otras vidas como para acabar de mascota de una dueña tontísima que creyó que un Chihuahua, y la humedad de la playa, se llevarían perfectamente bien.

            Para cuando el mesero llegó con el segundo encargo, el agua de Coco, Álvaro se encontraba preparando lo que a simple vista, pude notar que se trataba de equipo fotográfico profesional.

            “Álvaro, ¿ya?, se nos va a ir el sol, carajo”.

            Álvaro no hizo nada, sólo agilizó un poco más sus movimientos, y poco después, a la vista de todos, activó un dron que inmediatamente alzó vuelo haciendo remolinos en la arena. Como si lo anterior fuera su señal de entrada, la del bikini negro, empezó a trotar sobre la arena mientras el dron con cámara integrada,  la seguía como una avispa costera.

            Ahí supimos todos, quienes veíamos la escena divertidos, que la del bikini negro no era una histriónica común y corriente, sino que se trataba de una influencer que había traído consigo a su mozo/novio/fotógrafo y un perro.

           Cuando el mesero trajo la última encomienda, el coco picado, este sólo sirvió para ser objeto de fotografías semiperfectas, pues, justo después de que ambos se dijeran que nunca regresarían de nuevo si el sargazo estaba así de horrible, quedó abandonado como alimento para las gaviotas.

     Seguiré contando

PS

Estoy en mis siete años de mala suerte. Fui a dos conciertos y abrió Mon Laferte.