Figuraciones Mías
Por Neftalí Coria

Andrea había sido una mentira como tantas de las que siempre estuvo poblada mi vida amorosa. Una mentira más de tantas en las que la vida de cualquiera transita y de las que suele ser imposible escapar mientras el mundo así, deforme como lo es, no cambie. Y yo desde entonces, sabía que nada iba a cambiar: esos sueños estaban agotados en mí, como cuando mis experimentos eran la plataforma desde donde soñaba con que el mundo era una esperanza y con mi trabajo científico yo estaba contribuyendo. Tenía la esperanza de hacer que alguno de mis trabajos terminados, fuera la piedra de toque para comenzar un cambio, porque para eso estudiaba, para los demás, para que el mundo fuera mejor. Nunca sucedió, aunque no fue motivo para que dejara un solo instante de trabajar. Mi vocación siempre fue clara. Y sabía que mi trabajo era ese, hasta allí. Ir más allá y fuera y al frente de mis investigaciones, se levantan las leyes de un país y ningún trabajo de investigación que no tenga la aprobación del poder, no se hará posible nunca. Para todo científico significa enfrentarse a un muro de instituciones y una absurda política con lo que nunca pude lidiar ni quise. Entendí que yo era investigador y hasta allí terminaba mi labor. Al frente había muchas mentiras, como tantas. El absurdo y los intereses de las farmacéuticas, de los grandes laboratorios y todo ese poder de las empresas que producen dinero, tienen en sus manos la ejecución de los resultados de tantos investigadores que trabajan con la voluntad y el conocimiento genuinos, pero si no convienen al comercio, las desechan. Nunca se había podido hacer nada y nunca hubo oportunidades para que los beneficios de la ciencia cumplieran con sus propósitos reales. Siempre importó salvaguardar las minas de dinero de las empresas, sin mirar como se destruye una comunidad, como se enferma y sobrevive con una salud precaria un pueblo entero. Aún así, en ese entonces, no me había decepcionado de mi trabajo de investigador, ni pensaba en abandonarlo.

En los últimos días en los que seguía transitando las calles de la desolación y el silencio del que ya me costaba mucho salir, me vino un espíritu lúdico que a lo lejos todavía no puedo explicar, aunque después pude creer que París es capaz de provocar esa clase de locuras. La primera vez que lo hice, me dio mucha risa. Era como acometer el mundo bajo una extraña conducta que más se parecía a un juego, que a la agresión que yo estaba asumiendo; tal vez era el hartazgo y una manera de evitar la desolación. Elegía a una persona, bajaba el ceño y enturbiaba los ojos y miraba fijamente a la persona que había elegido. Me iba acercando a la persona poco a poco, con tal fijeza en la mirada en sus ojos, que las reacciones de ellos eran de un gran desconcierto. En los niños eran inmediatas; corrían aterrorizados y se abrazaban de sus padres. Las reacciones siempre eran mayúsculas. Pude ver el pavor en sus ojos y después que huían, yo me reía como hacen los locos. Era como representar una escena de una extraña diversión. Pero ese juego que había comenzado en mí, era totalmente consciente y lo hice para divertirme, pero también estaba claro que era una venganza. Y aunque la palabra “juego” no acierta a describir aquella actitud mía. Pasé tres o cuatro días haciendo aquella locura y por momentos –sobre todo en el silencio de la noche– me preguntaba si de verdad no estaba enloqueciendo. Quizás estaba perdiendo la razón, pero también era una manera de esconderme, de lograr dejar de ser yo, de ser algo más que un perdido en París, un clochard, un vagabundo que para serlo ya no faltaba nada. Y también por eso lo hacía, porque ya no me importaba nada. Ni Andrea figuraba en aquel territorio de mi frontera mental entre la locura y la soledad.

La última vez que hice mi delirante actuación, escogí a un niño. Hice la rutina de mirarlo y acercarme a él como si fuera el monstruo silencioso que devoraría a su víctima. El niño soltó el llanto. Corrió despavorido hasta donde estaba su padre y su madre. De inmediato vino a mí su padre ofendido, como era natural y me acertó un puñetazo en la boca. Yo caí al suelo y allí me propinó dos feroces puntapiés. Le pedí disculpas, pero el hombre me iba a golpear más y corrí avergonzado. No volví a hacerlo. Me arrepentí de haberlo hecho. Aquella noche tuve una tristeza grande. No hablé con Michel y Virginia. Alan me ofreció un cigarro que él mismo lió.

–¿Te golpearon? –me preguntó porque vio mi labio partido.

–Sí, pero nada para preocuparse –le dije.

Me dio el cigarro. Él lió otro y fumamos en silencio. Después se alejó. Miraba el río y hablaba algo; Nunca supe qué decía, porque eso era una de sus rutinas.

–Le ofrece palabras al río –me había dicho Michel.

–¿Y para qué le ofrece palabras? –le pregunté extrañado.

–Las palabras, son nuestro regalo de Dios, Nicolás –me dijo mientras Alan hablaba frente al río– y se le deben devolver a esa deidad, a través del agua que se va, del aire que se las lleva o del fuego que las consume.

Era una creencia en la que Michel aclaraba que se refería a un Dios distinto y no tan antiguo, ni tan cruel.

Permanecí en silencio. Escuchaba el murmullo de Alan allá, devolviéndole las palabras a Dios, por vía del agua del río Sena.

–Sabemos que estás triste Nicolás –me dijo Virginia acariciando mi cabello. Me acosté sobre los cartones que ya tenía destinados. Hacía frío. No les dije nada más a los viejos, pero estaba triste como si hubiera perdido una batalla más y ellos fueron respetuosos con aquel silencio mío en el que vivía la vergüenza y quizás el arrepentimiento.

Aquella noche fue la última vez que los vi. Yo también quise devolverle algo que no entendía a un Dios que no sabía qué cosa era. Al día siguiente, todo daría un giro. Comenzaría la tormenta verdadera.