Bitácora
Por: Pascal Beltrán

La política mexicana siempre ha sido un juego de espejos en el que hay que leer las declaraciones en el sentido opuesto del que se emiten.

El anuncio de Andrés Manuel López Obrador de distanciarse de su partido para dedicarse exclusivamente a ser Presidente es de tal trascendencia que significará el fin o la confirmación de esa práctica de simulación.

Esta semana, Morena, el partido del gobierno, dio una muestra de cuánto gravita en torno de su fundador, al cambiar la fecha de su congreso nacional –del miércoles 20 al siguiente fin de semana– para que el Presidente pudiese asistir por tratarse de días no laborables. Pero ayer, en su conferencia de prensa, López Obrador dijo que siempre no iría y que su participación se limitaría a mandar una carta para dar sus puntos de vista sobre lo que el partido tiene que cuidar a nivel interno.

Aquí hay que preguntarse si una organización política con cinco años de existencia, formada en torno del hoy Presidente, realmente tendría la capacidad de vivir sin él. Y también, si el proyecto de la Cuarta Transformación puede seguir adelante sin un partido en el que López Obrador ha fungido como líder real y gran árbitro y que ante su ausencia inevitablemente quedaría al garete. 

¿Va en serio el anuncio o es parte de los juegos de espejos de la política?

“Morena es AMLO” fue un lema que el partido utilizó en 2015, cuando apareció por primera vez en las boletas electorales. Entonces quería evitar que los votantes creyeran que López Obrador seguía siendo miembro del PRD, al que renunció en septiembre de 2012.

El lema sigue siendo válido al día de hoy: Morena es AMLO. Sin él al timón, Morena no sería mucho más que el actual PRD.

El tiempo lo dirá, pero dudo que de cara a los procesos electorales de 2021 –que serán una especie de referéndum del gobierno de López Obrador en medio de la incertidumbre económica mundial que pueda cobrar factura–, el Presidente renuncie al control del partido que fundó.

Pienso, más bien, que resulte quien resulte próximo líder de Morena –Mario Delgado, Bertha Luján o Yeidckol Polevnsky (quien busca repetir en el cargo)–, esa persona tendrá una fuerza simbólica, cuyo objetivo consistirá en guardar las apariencias políticas y las formas legales. Eso no obsta para que el proceso de renovación de la dirigencia formal de Morena sea motivo de una agria disputa entre los aspirantes.

Lo es porque el gen del disenso entre compañeros de partido está profundamente arraigado en la izquierda mexicana –como le decía aquí el martes– y también por la exposición mediática que tendrá el ganador, a quien invitarán a debates con los otros líderes de partido. Pero no tendrá, como creen algunos, una plataforma para incidir en los asuntos de la 4T, en la designación de candidatos, jefes de bancada y funcionarios.

Sería un cambio extraordinario que los candidatos de Morena dejaran de ser palomeados por el Presidente de la República con la misma acuciosidad con la que él decide qué servidores públicos pueden realizar un viaje al extranjero.

Así ha pasado con todas las candidaturas importantes que ha presentado Morena desde que obtuvo su registro en 2014. Por ejemplo, a la fecha no se ha visto una sola evidencia de la encuesta que supuestamente se realizó para que Claudia Sheinbaum alcanzara la postulación para la Jefatura de Gobierno de la Ciudad de México, hecho que ocasionó una ruptura temporal entre López Obrador y el hoy líder de la mayoría de Morena en el Senado, Ricardo Monreal.

Uno sólo puede imaginarse hasta dónde llegarían disputas internas como ésa, si el Presidente dejara solo al partido.

Que no haya equívoco: el signo de la Presidencia de López Obrador es la concentración del poder y Morena es uno de los medios para lograrla.