Por: Guadalupe Juárez
Ya han pasado cuatro días desde que asesinaron con sus propias manos a siete personas acusadas de secuestro y la vida en Tepexco sigue con normalidad.
Los niños juegan frente a las aulas móviles —que se han convertido en sus escuelas desde hace dos años después del sismo del 19 de septiembre—, los adultos mayores se forman para recibir sus tarjetas de programas del gobierno federal y los comerciantes aprovechan para seguir con sus ventas.
Sólo el revuelo de un grupo de policías auxiliares y personal que custodia la entrada del municipio y las calles principales con arma en mano, que anuncian la llegada del gobernador a la presidencia municipal, les recuerda lo que pasó el miércoles, cuando cansados del olvido, hicieron justicia por propia mano.
Y en ellos no hay remordimiento cuando el gobernador Miguel Barbosa aborda el tema, o cuando el líder agricultor, Teodoldo Pérez Fuentes les agradece que salvaran a su hijo mayor de ser secuestrado, hecho que desencadenó el homicidio de las siete personas.
“Aprovecho para agradecer a mis paisanos, a esa gente del campo, a los vecinos, todo el apoyo, y gracias a ellos, recuperamos a mi hijo, por eso doy gracias a Dios y a todas las personas que nos apoyaron”, dice el padre de familia, mientras quienes se encuentran sentados aplauden y silban con júbilo.
La reacción es la misma cuando el gobernador les dice que entiende el porqué de sus acciones, hasta que un regaño les hace guardar silencio.
“La vida desde el derecho natural es un don que Dios otorga y que sólo Dios quita, ni el Estado en el sistema jurídico mexicano tiene la regulación de la pena de muerte, ni el Estado…”, reprime el mandatario estatal, quien ha notado que el sacerdote que lo antecedió en la palabra no ha hecho ni una sola mención de lo ocurrido el miércoles 7 de agosto, ni siquiera desde la visión del catolicismo.
El párroco entre su discurso de derechos y deberes del ser humano, ha inclinado el sermón hacia las autoridades. Habla de justicia y de verdades, pero el reproche es por el templo que no ha sido restaurado y cuya cúpula está a punto de caer por completo.
Entre murmullos, los habitantes también secundan el reclamo al señalar las cinco aulas móviles que permanecen frente a la Presidencia Municipal. Y los pocos que acceden a hablar sobre lo ocurrido hace cuatro días dicen estar cansados de ser blanco de la delincuencia y de no haber sido escuchados a tiempo. Pero sin ningún rastro de horror por los cuerpos colgados de un árbol.
“Yo estaba ahí, sí estuvo feo, pero… bueno, tal vez sí se lo merecían”, conversan un par de amas de casa al observar la reunión de todas las autoridades.
Pero en Tepexco no se vive con odio, dice su presidenta municipal Aniceta Peña, quien con un discurso atropellado sobre el templete ha querido cerrar el capítulo del que su municipio ha sido protagonista.
Y, así, es difícil creer que este pueblo que muestra una cara cálida a los que hoy visitan su comunidad hayan tomado la justicia por su cuenta, es difícil creerlo de los hombres que no permiten que ninguna mujer permanezca de pie durante el encuentro con el gobernador, de las mujeres y niños que al abrirse paso entre la gente primero se disculpan.
EL OLVIDO EN COHUECAN
Al entrar a Cohuecan hay que pasar por un camino de terracería que conecta con algunas calles pavimentadas, pero con baches, al centro de la comunidad.
La iglesia, al igual que en Tepexco, se ve destruida y pareciera que su torre pende de un hilo y está a punto de caer.
Aquí también hay un sacerdote que ocupa un lugar en el templete como símbolo de la autoridad que ejerce su figura en una comunidad como esta, pero como en Tepexco, la presencia del gobernador es aprovechada para pedirle intervenir los templos destruidos, sin abordar el tema que hubo quienes participaron en el linchamiento de siete personas.
Hasta la presidenta municipal Filogonia Adorno se deslinda del tema cuando dice que nada ocurrió en Cohuecan, que todo sucedió en Tepexco, que su pueblo es tranquilo.
En Cohuecan y Tepexco no hay el mínimo rastro de remordimiento por causar la muerte. En cambio, sí hay huella del olvido, la pobreza y la destrucción padecida.