Figuraciones Mías
Por Neftalí Coria

Al día siguiente muy temprano, me despertaron los mismos dos hombres que me intimidaron en el restaurante árabe y los perseguí, los mismos que me dejaron una tarjeta con un número de teléfono. De inmediato supe que eran ellos por su parecido físico, como si fueran hermanos. Sin decirme nada y sumamente violentos, me levantaron. Hablaban francés mezclado con otra lengua.

Michel y Virginia estaban asustados y se replegaron contra el muro. Alan corrió. Alcancé a verlo huir hacia el lado opuesto al que los hombres llegaron. Me aseguraron, uno de cada brazo. Forcejeamos.

–¡¿Qué has hecho Nicolás?¡ –decía Virginia –¿qué has hecho?.

Michel estaba desconcertado y no dio nada, tenía miedo.

Pude escapar gracias a que alcancé a uno de ellos de un codazo y me zafé de las manos del otro hombre. Corrí y fueron tras de mí, pero yo seguía corriendo hasta que pude subir las escaleras que me llevaron a la calle del borde del río. Ellos seguían tras de mí. Logré subir al puente y corrí para cruzarlo, pero al frente, de inmediato vi a otros dos hombres que venían evidentemente por mí y que avanzaban decididos. Corrieron y al regresarme los otros ya había subido al puente. Me detuve. Subí al barandal y sin pensarlo salté al río. No lo esperaban y estuve seguro que no se lanzarían tras de mí.

Sumergido, pude sentir que las aguas me arrastraban y tuve miedo de ahogarme. También, allá abajo, temía que me dispararan y nadé hacia donde la corriente favorecía. Emergí un poco retirado del puente. De inmediato vi hacia las alturas y al menos en el radio que abarcaron mis ojos, habían desaparecido, pero era seguro que ya estaban bordeando el río. Nadé con la ayuda de la corriente; no me importó lo que sucediera, ni me importaba a dónde iba a llegar. Creí que los había perdido de vista. Cuando salí del río, no sabía donde estaba, pero comencé a caminar. Debía huir de mis perseguidores y salí a la primera calle que encontré. Estaba Mojadísimo. La gente me miraba con sorna.

Pronto vi venir una camioneta color gris y un coche Citroën negro detrás. Bajaron cuatro personas que violentamente fueron hacia mí, dos de ellos eran los que conocía. Del coche bajó sólo un hombre alto y bien vestido y en el asiento del chofer había una mujer. Ya no pude correr. Me quedé paralizado. Se acercaron a mí, me rodearon y dos de ellos me aprisionaron por los brazos. Me subieron a la camioneta, me amordazaron y me cubrieron con una tela negra. Con algo que no supe qué objeto era, me golpearon, pero no entendía lo que hablaban; era otra lengua que más tarde supe que era Kurdo. Vomité, y mientras vomitaba, me golpearon. Pensaba en la muerte y tuve esa sensación de llegar al límite de la vida con resignación; a ese momento en el que deja de importar todo, incluso la vida y el dolor. No sabía lo que estaba pasando; mi desconcierto esta vez era doloroso. La camioneta iba a una velocidad prudente, pero notaba pocos virajes, como si fuera por carretera. No podía saberlo. Y no sabía tampoco cuántas personas iban allí. Hablaban poco entre ellos, pero supe que también había una mujer, no supe si la que manejaba el Citroën, o había una más. Me llegaban ráfagas de Silvie y creí que podría ser ella. No había razón para pensar que era Silvie, pero ahora podía esperar todo.

En el desconcierto me llegaban imágenes de lo que me había pasado desde que llegué a París. Ya no pensaba en Andrea, ni en mi vida en México, ni en la salvación. Estaba dispuesto a morir, pero no podía llorar, porque cuando ya no importa nada, no salen las lágrimas. Además lo que menos debía hacer era verme en esa debilidad del llanto, en esa fragilidad de una víctima sin fuerza y con poca voluntad. Tenía una rabia contenida e incesante, aunque guardaba silencio para no provocarlos.

–¡¡Perros!!  –les dije.

Me dieron un golpe. Perdí el conocimiento y el viaje debió seguir por no sé cuánto tiempo más.

Desperté y ya estaba en una silla de metal, atado, descalzo, sin camisa y escuchaba voces. Tenía un frío extraño; me dolían el cuerpo entero. Sentía la sangre salir de mi boca. Pasaba por la memoria lo que había sucedido en mi captura, pero también tenía la necesidad de saber cuáles eran las razones.

Escuché que se acercaron y hablaban. Babeaba saliva y sangre. Comenzaron las preguntas; en un principio no podía entender por lo que me preguntaban. Me interrogaban indistintamente en francés e inglés y entendía frases pequeñas, pero me extrañó escuchar la palabra “documento”. “Documento completo”, dijeron. Yo no sabía dónde estaba, yo que no puedo soportar el extravío total, no ubicaba el espacio ni cuánto tiempo había pasado desde que me trajeron a ese lugar que no podía ver. Los golpes me habían desorientado. Y sentía la presencia de personas alrededor. Callaban como si tuvieran prudencia de seguir preguntando. Hablaban algo entre ellos. Escuché una voz que tenía un acento de habla española y una mujer que hablaba como parisina, aunque no pude entender lo que decían. Estaban frente a mí. Ella dijo:

–Vámonos, no lo soporto.

–Adelante –dijo una voz masculina. La voz era grave.

Pude sentir que el del acento de habla española se fue con la mujer. Eran voces precavidas, como si no quisieran que las escuchara.

Yo permanecí inmóvil.

–Qué es lo que quieren hijos de su puta madre –les dije en claro español.

Hubo un silencio, porque al parecer no entendieron más que la furia con que lo dije. Y allí me dieron el siguiente golpe.º