Bitácora
Por: Pascal Beltrán del Río

“El mundo se encoge de hombros ante la muerte de 103 civiles en diez días en la guerra de Siria”, cabeceó la BBC una nota en su portal el pasado 26 de julio.

El texto daba cuenta de los bombardeos de la aviación del régimen de Damasco sobre las provincias de Idlib, Hama y Aleppo, donde se concentran los últimos reductos de la oposición al presidente Bachar al Asad, luego de ocho años de guerra civil.

En entrevista, la alta comisionada de la ONU para los Derechos Humanos, la chilena Michelle Bachelet, lamentó la “indiferencia internacional” ante los ataques contra blancos civiles que, en su opinión, no habían ocurrido de forma accidental.

En México, una cifra de muertos casi idéntica a la que la BBC registró a lo largo de diez días de bombardeos en el norte de Siria se dio en una sola jornada, el domingo pasado, cuando 102 personas fueron asesinadas, según datos del Grupo Interinstitucional (fiscalías estatales y dependencias federales) reportados a la Comisión Nacional de Seguridad, que la subió en su página de internet.

Esos homicidios dolosos, más los de viernes y sábado, sumaron 292, un número que muy probablemente se revise al alza como ha venido ocurriendo con dicha estadística. 

Se trata del fin de semana más violento del que se tenga memoria en el México posrevolucionario. A lo largo de una semana, entre el martes 27 de agosto y el lunes 2 de septiembre, ocurrieron 603 asesinatos. En el año, se han dado más de 19 mil ejecuciones.

Debiera ser un escándalo, pero frente a ello se siente un desinterés de la opinión pública, casi una indiferencia como la que, a juicio de Bachelet, rodea la guerra de Siria, que, dice ella misma, ha desaparecido del mapa informativo internacional.

¿Por qué una masacre como la del bar Caballo Blanco en Coatzacoalcos no ocupó espacios relevantes en los medios, sino sólo por dos o tres días? ¿Por qué resulta menos importante para la clase política que quién se queda con la Mesa Directiva de la Cámara de Diputados?

Creo que estamos frente a lo que Hannah Arendt, la politóloga alemana de origen judío, llamó Banalität des Bösen, la banalidad del mal, en su libro Eichmann en Jerusalén (1963).

Como enviada de la revista The New Yorker, Arendt fue una de las corresponsales presentes en el juicio en Israel del criminal de guerra nazi Adolf Eichmann, capturado en 1960 por el Mossad en Buenos Aires, donde se encontraba oculto bajo la identidad falsa de Ricardo Klement.

La cobertura del juicio llevó a Arendt a la conclusión de que Eichmann no tenía una historia personal vinculada con el antisemitismo y que su bien documentada participación en la solución final tuvo que ver con el deseo de ascender en su carrera profesional, siguiendo órdenes sin reparar en las consecuencias.

No es que para Arendt los actos de Eichmann fueran disculpables ni que él fuese inocente, sino que operó como burócrata dentro de un sistema basado en los actos de exterminio.

La conclusión fue muy polémica y provocó el rechazo de muchos intelectuales de la época. Sin embargo, lo que Arendt intentaba subrayar es el peligro de que el mal se vuelva rutinario por efecto de la sumisión y la insensibilidad ante la barbarie.

Creo que en México estamos viviendo algo semejante, con la aparición y expansión de organizaciones violentas para las cuales el asesinato y la tortura –peor aún, el degollamiento y mutilación de personas y desmembramiento de cadáveres–son acciones cotidianas para generar y proteger ganancias, ante las cuales la sociedad se comporta como si estuviese anestesiada.