Figuraciones Mías
Por: Neftalí Coria

Me golpearon de manera brutal sin decirme nada. y yo preguntaba quién eran, y qué cosa querían de mí. Sus respuestas eran golpes y más golpes. Creí que me matarían. Eran despiadados. Verdaderos miembros del ejército de la crueldad. Indolentes. Cuando terminaron, me arrancaron la casaca negra que cubría mi cabeza y me arrojaron agua fría que me dolió como una bofetada de una mano dura como el hielo.

–Cuando te vengan a preguntar, debes responder y darles lo que te piden –me dijo uno que nunca había visto.

Me dieron un último puñetazo. Se rieron antes de marcharse. Apagaron las luces y alcancé a ver que era una bodega. Había muchas cajas que en ese momento no pude a ver bien. Máquinas estibadoras y algunos autos, camionetas y contenedores. Escuché el encendido de tres autos y de inmediato se fueron. Estaba oscuro, poco podía moverme; me dolía más que los golpes, la dignidad. Me sentí humillado. Comencé a repudiar a Andrea, no había razón, pero me sentía desprotegido, solo en el mundo, alejado de todo, en otro país donde nadie me iba a salvar de algo que yo no sabía. Culpé a la mujer que yo decía amar. Y lo dije en voz alta muchas veces. Me sentí estúpido.

Sobre el silencio se escuchaban ruidos remotos de autos que seguramente iban a velocidad de carretera, aunque se escuchaban lejanos. Pasaban las horas y allí, atado en un lugar del que no sabía nada, pude ver con los ojos en los pliegues de la oscuridad lo que significa el abandono y el dolor, el sabor de la sangre que tragué como si fuera el último alimento; allí probé el sabor de la sangre y el dolor hondo, el dolor de los golpes y la humillación en la que me habían hundido aquellos hombres que viven para la crueldad, para destruir el valor del hombre, para hacer daño, para obligar a los hombres buenos a morir frente a sus ojos en llamas.

Permanecí inmóvil el resto del tiempo y supe cuando vino la noche. Todavía sentía la humedad en el pantalón desde que salí del Sena. El silencio estaba allí como espinas contra mi torso desnudo. Había momentos que temblaba y hasta llegué a gritar. ¿Qué gritaba? No lo recuerdo, pero era un grito de imploración y pensaba en lo que la noche fue para Novalis en Himnos a la noche y quería recordar aquellos versos que otros días me dieron fuerza. “Allá lejos, el mundo desierto y solitario ocupa su sitio, hundido en una fosa profunda. /Profunda melancolía sopla en las cuerdas del pecho…” Recordé aquel verso del poeta alemán en un momento durante la noche que me parecía interminable y sin nadie, una noche sin nadie y con el dolor que me decía que estaba al final de la vida. De verdad creí que me matarían, porque nada tenía yo qué decir, ni sabía por qué diablos me habían hecho lo que me habían hecho, desde que llegue a la maldita ciudad buscando el amor. Una contradicción elevada, una desgracia que estaba tomando un rostro desconocido e inverosímil, por lo menos hasta ese momento. Ya no pensaba en otra cosa que no fuera mi muerte y veía el rostro de mi madre con unos aretes amarillos relucientes y al lado veía el rostro de mi padre sonriendo y acaso era el consuelo. ¿Por qué pensaba en ellos en ese momento de oscuridad? ¿Por qué aparecían los aretes amarillos de mi madre en la negrura? Dos pequeños soles en las orejas perfectas que yo amaba. El brillo de los aretes iluminaban el rostro de mi padre sonriendo como lo hacía cuando estaba alegre. Me estaban acompañando y yo era un niño al que cuidaban sus padres siendo jóvenes y hermosos. La noche seguía y el dolor era constante. Las horas eran largas y no veía el momento para cuándo llegara alguien a darme agua, a golpearme, a decirme de qué se trataba mi secuestro, porque eso era, un secuestro.

Andrea aparecía difusa en mi memoria lastimada. Se desdibujaba, era un recuerdo que no necesitaba allí, en aquella postura en la que podía entender mi humillación. Nadie puede guardar el amor en los momentos en que se siente lástima por sí mismo. Nadie puede amar ya, cuando lo perdió todo. Me habían roto los dientes (después supe que era un acto simbólico). ¿En qué lugar de París estaba o acaso seguía en las afueras de París? No lo sabía, ni podía imaginarlo, porque nunca supe cuánto tiempo estuve inconsciente. ¿Quiénes eran aquellos hombres que me torturaban y habían prometido volver para interrogarme? ¿Interrogarme por qué y para qué? No hay nada tan cruel que la incertidumbre bajo las tenazas del dolor y la sangre en la boca. Un dolor que alcanza la desdicha y el ardor del alma, un dolor seco que desespera, ese mismo dolor que hace tronar los huesos y hace que un hombre quiera morir en el primer momento de padecerlo. No esperaba llegar al día siguiente, ni esperaba nada. La sangre goteaba de mi boca. Tenía frío. Y no tenía esperanzas, no esperaba vivir y mucho menos encontrar a Andrea de quien comenzaba a creer que no existía, que era esa misma mentira en la que se convierte el amor el día que sabes de verdad que todo el amor vive en la imaginación, y de la misma manera que llegan las cosas a la imaginación, se esfuman. Andrea ¿Se iría del amor? Esas preguntas me hacía con el dolor triste que vio llegar el alba del nuevo día. Dije en voz alta el verso de Novalis: “Allá lejos, el mundo desierto y solitario ocupa su sitio, hundido en una fosa profunda…