Figuraciones Mías

Por Neftalí Coria

La tortura fue repetida una vez más, pero esta vez duró poco y no hace falta relatarla, acaso ya no recuerde cómo fue que me golpearon y de qué manera me vi humillado. Han pasado los años y no quiero abundar más en la crueldad de los kurdos que fungían como verdugos. Supe aquel día que el dolor puede doblegar de manera infalible a cualquiera que ame la vida y puede hacer lo que los verdugos quieran, así sea comer su propia mierda o entregarlo todo a cambio de que ya no le provoquen esa lastimadura en lo más hondo del cuerpo y el alma.

Hoy que han pasado los años, ya no es hora de lamentarme, ni revivir el dolor. Lo mejor sería no recordarlo, pero la memoria siempre traiciona, siempre devuelve lo que no quisiéramos que volviera; la memoria es una cueva de fantasmas en la que nunca se acaban los fantasmas, por eso muchas veces recuerdo la furia de aquellos hombres y sueño sus ojos despiadados.

No tardé en comprenderlo todo. Con los dientes rotos y con rastros de un dolor que los golpes me habían dejado, me sacaron de la bodega donde una de las multinacionales de dentífricos, tenía sus provisiones y en un auto pequeño, me llevaron a una casa grande a las afueras de París. Ya no hubo golpes y me trataron de un modo distinto, después que acepté lo que me estaban pidiendo. No tenía más. Hasta ese momento no sabía cómo era que tenían toda la información de mi trabajo y sobre todo lo que se refería al proyecto en el que más años había invertido. No atinaba saber de dónde venía todo en ese momento. Tuve que aceptar porque no pude enfrentarlos, porque me vi imposibilitado, pero sobre todo, me sentía destruido en mi amor propio.

Aquel viaje a París había sido un engaño mayúsculo. Yo que había llegado a la ciudad buscando el amor, había caído en las redes de una trampa perfecta. Para saberlo, tuve que armar un rompecabezas y pensaba en todos los atisbos que hubo antes de llegar hasta esa casa. Silvie, que no se llamaba Silvie, ni era checa, sino Boglárka y era de Budapest, el misterio de los sirios, el hombre que buscaba matarme, el muchacho de la recepción, el taxista, el mismo vigilante del Punto cero y la mujer en el tren. Eran los cazadores, los encargados de vigilar que no me perdiera de vista, eran ellos los que con presencia efímera se encargaron de cuidar que siguiera, digamos a la mano, sin salir de la ciudad, y en mi permanente labor de buscar a la mujer de la que me había enamorado como imbécil. Vigilaban mi estadía para no perderme de vista y si alguno hubiera visto que escapaba, debía intervenir. Habían jugado conmigo como juega el gato con el ratón después que le ha dado el primer zarpazo.

En esa casa, me devolvieron mi mochila y mi teléfono celular, mi pasaporte y todo que ya daba por perdido. No había sido un robo; fueron ellos quienes me habían arrebatado todo, igual que entraron a mi habitación del hotel. Esas eran sus estrategias para provocarme miedo y debilitarme, para inquietarme. En aquel momento me preguntaba por qué me habían dado un número de teléfono los dos hombres en un restaurante árabe; era un operación que no entendí. Tal vez quisieron hablar de otra manera conmigo, o era parte del juego.

Mientras me bañaba y me curaba las heridas, pensaba que alguien debió haber vendido lo que yo guardaba con el mayor celo. No había nadie en aquella casa, ni sabía porque rumbo de la ciudad estaba. La casa era grande y moderna. Había qué comer y fruta. Café, té. Hacía mucho que no tomaba café. Me asomé por el ventanal que daba al jardín frontal y era una zona donde tal vez no había más casas. ¿Escapar? ¿Y cómo? ¿Para qué? Tenían en su poder la mayor parte de mi investigación, aunque faltaba el resto que era lo que yo guardaba en el secreto arsenal de mi pensamiento.

La pregunta que nadie me respondió, era quién les había entregado esa parte de mi proyecto. ¿Quién se los había dado y cómo había sucedido que tuvieran la información precisa de mi mayor investigación? Alguien había espiado mi trabajo y nunca me di cuenta. Alguien había tramado aquella red que tenía por resultado tenerme ahí, para lo que más tarde tuve que hacer, para que vertiera el resto del proyecto que yo ya tenía claro y en la mayor precisión de su código exacto en un cuaderno guardado en un sitio de mi casa en Morelia al que sería difícil llegar. Eran apuntes que estaban ocultos en mi memoria y en ese sitio en el que de verdad, era imposible encontrarlos en un cuaderno insignificante y en un sitio donde nadie imaginaría que se encontraba. Fue fácil lograr lo que necesitaban y fue imposible enfrentarlos. Para ellos nunca nada ha sido difícil de conseguir lo que buscan, al precio de estas manera de conseguirlo.

A lo lejos veo esos días que me enseñaron que la vida es inesperada y en un instante puede modificarse el canon que se tenía con vista al futuro y repentinamente, transformar la noche en día o al revés. Quizás eso sea lo maravilloso y terrible de la vida que nos hace a un lado de todo aquello que deseamos, o nos deja en el centro de los momentos que merecemos. ¿Y quién sabe lo que cada quien merece? ¿Cómo hemos de saberlo con certeza?

En mi vida ya lo he visto y por eso quise escribir esta historia, yo que soñé que mi conocimiento científico sería una luz para el mundo, encontré la oscuridad y la crueldad siniestra de quienes han puesto un muro entre los desposeídos y el poder del que son dueños. Encontré la irracionalidad, la ambición como una conducta legal para hacer de la vida un cúmulo de monedas malditas. Y yo fui un cobarde.