Diario de Viaje
Por Pablo Íñigo Argüelles / piaaonce@gmail.com

Tomé Movimiento Perpetuo de mi librero con el mismo azar con el que se escoge una manzana en el supermercado.

            Ha sido la mejor decisión que he tomado en mucho tiempo.

            Augusto Monterroso no es, ni podría ser jamás, un accidente; de hecho, leer su Movimiento, es como si alguien, non sequitur, te arrojara agua helada en medio de una cena en la que se habla, por decir algo, de fubol.

            El agua se te metería por las narices, por los ojos y por el orgullo. Te frotarías la cara mientras te preguntas qué carajo está pasando.

            Cuando cobras nuevamente la noción, descubres que no hay tal restaurante, ni hubo tal cena, ni existió, mucho menos, dicha plática.

            Te encontrarías sólo, de pronto, en medio de un cuarto vacío.

            Silencio.

            Movimiento Perpetuo, en medio de nuestra asunción a cualquier parte —la asunción inevitablemente prevé el acto de flotar—te tira de las piernas y te devuelve a la tierra.

            Y el agua helada, por cierto, nunca se seca: se te queda en la ropa de por vida.

            Es agua que mancha.

***

Lo de las manzanas y el supermercado viene a cuento porque tomé el libro de Tito Monterroso como si supiera deliberadamente que lo iba a necesitar: Fue un fin de semana extrañísimo, de preguntas, de supuestos, de paradojas.

            Movimiento Perpetuo ha sido, estos tres días una especie de manual.

            Porque sin duda, a través de sus páginas, ahonda en los demonios del escritor, en su oficio, en su brevedad o su extensión, en su timidez.

            Pero sobre todo, y más que todo, nos regala paradojas:

            Dios es Dios por haber creado al mundo, pero antes de crearlo ¿ya era Dios?

            O esa de la solemnidad y la extravagancia. ¿Hasta qué punto la solemnidad es falsa?, ¿en qué momento lo irreverente pasa a ser extravagancia?

            O la de los enanos rencorosos y los melancólicos medianos.

            Mientras leo la página 67, en donde hay un aforismo que lleva por título Homo Scriptor, llega M. y me pregunta —con el mismo azar de las manzanas y los libros—: “Si el escritor es escritor sólo cuando publica un libro, entonces, ¿cómo es que puede escribir un libro si todavía no es escritor?”

            Pasamos la tarde viendo a un puñado de youtubers explicar lo del Gato de Rorschach; más tarde termino el libro de Monterroso y busco la coma faltante, esa de la que se excusa en la última página.

            Me repito a mí mismo lo que hago: busco la coma faltante.

            Y me río.

            Paradojas, paradojas.

            Pero la encuentro.

            Y sí: todo comienza otra vez.

***

            A veces no resistimos la tentación de ser atacados por anónimos que nos reviran, que nos refutan, que nos humillan.

            Y sí, digo, la tentación.

            Nos inventamos batallas de Lepanto, nos inventamos enemigos, le hacemos creer a los demás que somos víctimas de alguien que nos ataca sin razón y sin piedad, tan solo para alimentar a Narciso.

            Pero en realidad esos que nos atacan somos nosotros mismos, ¿no se da cuenta?, hablándonos desde la comodidad del seudónimo.

            Como Miguel de Cervantes, y cito a Monterroso:

            “[…]quien no resistió la tentación de publicar la primera versión del Quijote y atribuírsela a un falso impostor, del que incluso inventó que lo injuriaba llamándolo manco y viejo, para tener, así, la oportunidad de recordarnos, con humilde arrogancia su participación en la batalla de Lepanto”.

Paradojas, paradojas.

***

PS

A mí sólo me pican los moscos en la zona metropolitana.