Figuraciones Mías
Por Neftalí Coria

Reconozco que preferí vivir un poco más y ceder ante el poder de las multinacionales, contra el que ni gobiernos, ni personas hubieran podido hacer nada, porque sus métodos para corromper, siempre han sido infalibles en todas partes. Nadie hubiera podido hacer nada por mí, ni por el descubrimiento de aquella vacuna con la que se evitaría un problema de salud más. Y yo fui un cobarde, o no tuve madera de héroe para salvar todo aquello en lo que creí.

Estoy escribiendo esta historia después de muchos años, porque ya no temo a nada y porque cuando sea conocida, ya no estaré para recibir ni castigo, ni reclamos. Y no me importa que sea leída como una ficción, o como el testimonio de un hombre que fue vencido por esa realidad que es imbatible por los justos y buenos. Y sé también, que esta historia es conocida y se repite a cada día en donde el brillo de la inteligencia humana, sobrepasa los límites de las oligarquías en todas partes del mundo.

Escribo en París de donde no pude alejarme un solo día, como el presidario no cruza el límite de sus rejas. Y aunque en aquel entonces tenía conciencia para no perder nada de lo que había labrado con esmero y sacrificio en mi vida, lo inesperado de las cosas que me habían sucedido, eran definitivas y darían “el golpe fatal”, como llamaba mi padre a los avisos de la muerte. Y así fue, no se hubieran compadecido y ni me hubieran perdonado, si me negaba a darles lo que me pedían. Ya habían desmantelado el laboratorio, destruido bitácoras, pruebas y demás apuntes, notas, ensayos que habían brotado de mi investigación. Habían sobornado a la única institución mexicana que pudo haber defendido el logro mío. Después lo inusitado, que Andrea y Hugo me habían entregado, me habían traicionado.

El asesinato de Hugo fue lo que determinó lo que vendría después, porque como el cobarde completo que fui, acepté las condiciones que me impusieron estas empresas de fabricación de dentífricos, sin mencionar la permanente amenaza de muerte que hasta hoy sostengo sobre mis hombros. Eran cuatro empresas que se asociaron para borrar del mundo mi trabajo y borrarme a mí, pero además la amenaza con incriminarme del asesinato de Hugo que ellos habían cometido, fue el tiro final. Así le pagaron al desdichado, luego que él y Andrea Malraux les habían abierto y facilitado el camino para darme “el golpe fatal” como científico y como persona en un mundo en el que no hubo quién abogara en favor mío.

Andrea no había sido cierta y ya nunca pude hablar con ella. Acaso la vi dos veces de lejos y supe que su familia era parte de una de las empresas. Me habían herido y como es natural, me lastimaron profundamente. Hugo y Andrea, además fueron amantes. Hugo mi amigo, Andrea: la mujer que yo creí que sería el amor de mi vida, mi vida que no le costó trabajo destruir. Esas serían suficientes razones para que yo hubiera matado a Hugo, y esa fue la maquinación de esos hombres de los que sólo conocí a sus perros de caza, porque como es natural, los verdaderos poseedores de la riqueza, viven en otra oscuridad y en el anonimato feliz de sus millones.

Aquella lejana mañana en la primera casa que me recluyeron, me di cuenta que me habían llevado a París como carne fresca. Las voces que me parecieron familiares mientras estaba siendo torturado, eran las de Andrea y Hugo. Me vieron allí, humillado. “No lo soporto”, había dicho Andrea. ¿Qué cosa no soportaba? ¿Estaba arrepentida? ¿Sintió el dolor del cuerpo mío que había sido suyo? ¿A qué se refería con “no lo soporto”? ¿Y Hugo tampoco lo soportaba?. Hijo de puta. Hugo Cerón Valenzuela, a quien tanto quise, Andrea Malraux, a quien amaba, vieron el martirio al que fui sometido. Ellos habían vendido el trabajo más importante de mi vida en la ciencia y se lo ofrecieron a las empresas que se unieron, para desaparecer la vacuna contra la caries que yo había descubierto. Les dieron la facilidad con la que borrarían para siempre la fórmula. O la dejarían en un oscuro cajón para cuando a ellos mismos les conviniera, sacarla como un logro suyo. No lo sé. Había que evitar a toda costa, que las nuevas generaciones se lavaran los dientes solo con agua limpia, y dejaran de creer que la caries se previene con el flúor y demás componentes de la pasta dental, como rezaba la legendaria frase que se esparció en Latinoamérica desde hace muchos años: “…salvar al mundo de la caries”.

La vacuna probada que evitaba la caries para siempre y a la que nadie tenía acceso, ya estaba en sus manos. El trabajo de dieciséis años buscando, analizando, demostrando, para que un día se supiera que los dientes pueden ser inmunes a las moléculas y bacterias que provocan esta destrucción de la dentadura de muchas generaciones, pero eso no es conveniente para el comercio de las empresas que estaban por llegar a México. Todo en el tiempo exacto, todo en el momento propicio para impedirlo. Había que acabar desde la raíz. Un dique a la ciencia, un muro que acabaría aplastando a un hombre que había dado la vida en su trabajo por el bien de la salud bucal del mundo. Después de haber vivido muchos otoños como este, en que termino de escribir mi historia en la soledad necesaria y obligada, el remordimiento por mi cobardía ha llegado a su fin. Y no hay más, que acabar de escribir esta historia en la ciudad de mi desdicha.