Figuraciones Mías
Por Neftalí Coria

Ya poco hay que contar. Ahora en París veo el cielo iluminado inútilmente. Las nubes son blancas naves que van a ninguna parte. Todo lo que aquí tuvo sentido ya es lejano. No es la misma ciudad. Mi vida es un papel al aire, una manera de vivir que flota por cualquier calle que recorra. No soy nadie. No tengo amigos, alguna mujer repentina, el amor muerto, mi país lejos, las calles de la ciudad en la que viví son sueños remotos, mi patrimonio de investigador calcinado, una casa abandonada en mi ciudad, lecturas de mi amada poesía y los recuerdos de mi padre poeta, las tardes de llanto por mí, la música para entristecerme, las mañanas de nadie y despertar solitario, como solitaria ilumina mis manos la luz del sol. Algunas noches largas por las ratas del insomnio. Hay días que apago la luz y me quedo mirando el corazón de la oscuridad, lo penetro, lo hago sangrar hasta el llanto y allá, al fondo oigo pájaros degollados, ruido de árboles, hojas que caen. La oscuridad es algo a lo que me he acostumbrado, porque sé que mi soledad es completa y no hay nadie a quien mirar  en ese silencio que encuentro en los negros pasadizos.

Es viejo mi recuerdo de cuando fui investigador y tenía los bríos de dar al mundo, lo que mi imaginación y mi conocimiento pudieran lograr. Fui vencido y ya no me da vergüenza decirlo ahora que lo escribo. Lo dejo en la página sin sentir la más mínima vergüenza. Me vencieron y sólo me dejaron la vida, una vida vigilada porque no puedo desaparecer de la vista de quienes me han dejado vivir y me han vigilado todos estos años, aunque ya no hace falta; soy como un pájaro al que le pueden abrir las puertas de su jaula y ya no se irá. Me queda la vida sola, tan sola, como toda vida en el desengaño, una vida en la desnudez y sin rumbo, sin futuro.

Nunca volví a México, nunca vi aquella casa en la que fui feliz, en la que el amor floreció como si hubiera sido verdad, aunque sé que la verdad no está en la creencia del amor, ni en la creencia que el mundo es hermoso y la libertad es un tren a toda marcha en la vida de cualquiera.

He visitado algunos pueblos pequeños del sur, como un oscuro viajero. Como el hombre sin destino, en el que me ha convertido este país, y sobre todo esta ciudad, que nunca imaginé, sería mi cárcel. ¿Qué debí esperar de la vida? ¿Y para qué esperar lo que no se sabe? No creí que las palabras que había puesto en mis labios que aquella muchacha que dijo llamarse Silvie (Boglárka), fueran a volver. No tengo miedo a nada, ni siquiera a estar vivo, hoy que para nadie significo nada, porque en eso me he convertido: un hombre insignificante que puede recorrer las calles de cualquier ciudad y nadie lo mira.

Veo el río Sena y pasa por mis ojos como si no significara nada. Ahora aquí en París quiero dejar mi vida en la infinidad, en el sueño de nadie y pienso en aquella noche en la que Silvie –Boglárka, quien era parte de la cacería–, me dijo que no saldría vivo de París. Tenía razón. Y no dejaré huellas, como el amor deja huellas en la noche de uno de los amantes. De mi vida no quedará rastro. No quiero dejar herencia con estas palabras que repiten lo que viví una vez en esta ciudad, cuando mi carne aún estaba hecha de sueños, ni quiero hacer una historia para que las generaciones de imbéciles se apiaden, ni deseo que la posteridad sea benévola y comprensiva, o el destino pase su mano complaciente por mi cabeza diciendo: “un buen hombre aquí ha vivido”. No escribo esta historia para denunciar al poder y su maldad contra el mundo que ellos han construido a su imagen y conveniencia. En verdad escribo porque quiero resarcir conmigo mismo, mi cobardía de haber dejado que me quitaran la vida, que me arrancaran del mundo y yo sin haber podido defender mi pasión y mi amor por lo que logré en la ciencia, que ahora es solo un recuerdo más.

A veces sueño a Andrea Malraux y la veo marcharse por los oscuros jardines de esta ciudad. Se pierde, como se pierden las cosas hermosas de la vida y nunca vuelven. En el sueño la veo de espalda y tiene alas negras. Ella no sabe que la miro, que mis ojos la siguen mirándola con  lamento por el amor que le tuve. Se pierde y a lo lejos destellan las luciérnagas…

¿Por qué será que el amor guarda ecos, pese a lo que haya ocurrido en el corazón? El amor es una enfermedad que padecí; amar a Andrea fue mi enfermedad, mi herida de muerte, mi desdicha. Y en ese momento del sueño, se pierde Andrea. Vuela en la oscuridad de sus alas, entre árboles que desconozco. Y sé que en el amor, un día uno de los amantes se duerme y el otro permanece con un ojo abierto, sangrando una mirada inútil para lo que ya no existe. En el sueño digo un verso de Celan: “Duerme, y mi ojo seguirá abierto…”

Cuando despierto sé algo nuevo y la poesía de Celan sigue en mí, me enseña, me advierte, me revela.

“París, la barquichuela, está anclada en el cristal:/así comparto mesa contigo, brindo por ti./Bebo mucho, hasta que mi corazón te oscurece,/mucho, hasta que París sobrenada en su lágrima,/mucho, hasta que toma el rumbo del lejano velo/que nos oculta el mundo donde cada tú es una rama/de la que cuelgo como una hoja que calla en suspenso.

Leo este poema de Paul Celan todos los días de mi espera. Lo he aprendido de memoria. Lo repito a cada momento y pienso en mi padre. Me despido de él y ato mi voz a la voz de Celan en el poema.

Ha llegado el momento para no salir vivo de esta ciudad que oscureció mi corazón.

(Fin)