Diario de Viaje
Por Pablo Íñigo Argüelles / [email protected]
Podría vivir en Veracruz. Podría venir cada mañana al puerto a ver los barcos. Podría intentar adivinar la procedencia de sus banderas, y sus destinos también. Podría esperar la luz del faro de los Sacrificios a que pase cada 6 o 7 segundos sin desesperarme.
Podría.
He dicho que en Veracruz se aloja algo de mí. No sé bien qué, o por qué, lo cual, para efectos prácticos, me convierte irremediablemente en un tipo incapaz de relatar o escribir sus propios enredos.
La ironía final.
Pero dejemos eso a un lado. “El principio del placer” o “La Reina”, de Pacheco, hacen eso por mí, entender Veracruz desde el dolor manso de la memoria. No debería tener que preocuparme por hacerlo por mi cuenta.
Del Puerto ya se ha escrito todo.
En Veracruz el tiempo ha quedado exento de toda obligación. Al menos en el centro los edificios no fungen como los palacios renovados de cualquier otra ciudad, sino que han tomado el lugar de volcanes apagados, bestias durmientes que esperan, algo esperan, si acaso una redención o ser nuevamente lo que fueron, en silencio. Magullados. En salitre.
Aquí las cosas ocurren como antes: Uno pesca en tabletas con hilo de cáñamo, vuela papalotes en forma de avión y va a San Juan de Ulúa en barco entre tufos de diésel y pescado muerto.
Pero también uno se entera de las noticias como antes, en medio del Café de la Parroquia y las comenta entre murmullos, con la televisión dando las noticias y un grupo de gente congregada en torno a ella, enterándose, a medio día de un sábado de septiembre, que el ídolo más grande de nosotros ha muerto.
Sólo aquí, en Veracruz, la muerte de los príncipes todavía es cantada por los voceadores en el malecón.
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José Rómulo Sosa Ortiz murió el 15 de marzo de 1970 ante los ojos anonadados del público en medio del escenario del Teatro Ferrocarrilero. Interpretaba el himno definitivo de los caídos. Pero esa sería tan sólo la primera vez que moriría.
La segunda vez lo hizo en Córdoba, Veracruz, cuando el encargado de un bar del Barrio de San Pedro lo despojó de sus cargas históricas y le llamó, simplemente, Pepe Sosa.
Un Pepe, nomás, como tantos otros.
José Rómulo murió otras tantas veces a lo largo de su vida. De las más inclementes fue cuando alguien le llamó El Príncipe y le quito para siempre la oportunidad de ser un tipo mortal, la oportunidad de simplemente ser.
Murió también en alguna suite de Las Vegas, una aciaga madrugada de 1980 o 1981, en el punto más álgido de su voz. Incluso, José, moría constantemente, lo hacía a cada rato, a cada palabra, a cada sesión.
No hay que dejar de citar la vez en que José murió tocando Satin Doll en el contrabajo, o cuando la muerte le llegó cantando con su mejor voz en “Tu primera vez”, o esa ocasión en que también lo hizo cuando finalizó el mejor disco de su carrera, y uno de los mejores de todos los tiempos: Lo pasado pasado.
Finalmente, y cito a ciertos anacronistas: José José murió por última vez en el algún punto entre el año 2000 y 2001, cuando su voz abandonó, —sin ninguna razón aparente— el cuerpo de José Rómulo Sosa Ortiz y partió hacia el rincón al que se dirigen las glorias pasadas.
Ayer, el cuerpo remanente de aquella separación inverosímil de voz y alma, dio su último respiro, después de casi veinte años de andar buscando y buscando lo que un día fuera de él. Tan solo descubrió, al irse por vez definitiva, que en realidad había estado muriendo todos los días, desde que vio la luz en una casa de la colonia Clavería.
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PS
Si Ana Bárbara tiene una hermana que se llama Esmeralda, entonces es Esmeralda Bárbara.
