Bitácora
Por: Pascal Beltrán del Río
En una escena de la película Caracortada (Scarface, 1983), la madre del protagonista lo enfrenta cuando acude a su casa a regalarle un fajo de dinero sucio.
“¿A quién mataste por esto?”, dice Miriam Colón, quien interpreta a María, madre de Tony Montana.
Al Pacino, en el papel del mafioso de origen cubano, trata de defenderse alegando que el efectivo en cuestión proviene de contribuciones políticas a una organización anticastrista de la que él afirma ser miembro.
—Claro que recibes esas contribuciones… mientras les apuntas con una pistola a la cara –lo reprende la madre.
“Todo lo que leemos en los periódicos –prosigue– es sobre animales como tú y sus asesinatos. ¿Pero qué hay de los cubanos que vienen a trabajar duro…?
—¡Mamá, es tu hijo! –intercede, Gina, la hermana menor de Montana.
—¿Hijo? ¡Ojalá lo tuviera! Éste es un vago. Siempre lo ha sido y siempre lo será.
Y reemprende el regaño: “¿Quién te crees que eres? No sabemos de ti en cinco años y de repente llegas aquí a farolear con tu dinero y ¿crees que así puedes ganarte mi respeto? ¿Crees que puedes comprarnos con joyas? ¿Crees que puedes venir aquí con tu ropa cara y tus modales de alcantarilla y burlarte de nosotras?
—Mamá, no sabes lo que estás diciendo… –replica Montana.
—Yo me gano la vida y no te necesito en esa casa ni necesito tu dinero. Y no quiero que estés cerca de Gina. Así que lárgate. Y llévate tu desgraciado dinero. ¡Apesta!
Acto seguido, entre súplicas de Gina, la madre de Montana le arroja el rollo de dinero.
—Okey, mamá, okey –dice el gánster, quien se da la vuelta y sale de la modesta vivienda.
En la siguiente escena de la película, Montana y Manny, su cómplice, van al aeropuerto a recoger un cargamento de cocaína. Ésta va oculto en los pañales y la carriola de un bebé.
Los regaños de su madre le habían entrado por un oído y salido por el otro.
Las películas mexicanas están llenas de casos de madres abnegadas que regañan a sus hijos delincuentes. En Corona de lágrimas, (1968) de Alejandro Galindo, Marga López se la pasa tratando que sus hijos sean hombres de bien. Su vida es un constante drama y sus hijos acaban negándola como madre.
Para acabar pronto: ni siquiera Sara García logró que Pedro Infante dejara de beber y echar balazos.
Hoy en día, es muy común que las madres de la vida real acaben inmiscuidas en los negocios ilícitos de sus hijos –por ejemplo, vigilando a personas secuestradas– o, cuando menos, justificando sus malas acciones.
De ninguna manera es solución encargar a las madres de este país que terminen con la delincuencia. Si ellas hubiesen tenido control sobre sus hijos desde el principio, no se habrían metido en el mundo criminal. Una vez adentro, no van dejarlo por un regaño.
Por más atajos que se quieran buscar para acabar con la delincuencia, se necesita de una política que la ataque por varios flancos. El más importante e ineludible es acabar con la impunidad; que quien piense en cometer un delito sepa que enfrentará graves consecuencias porque tarde o temprano lo alcanzará el largo brazo de la justicia.
No se necesita una madre que meta orden, sino el legítimo miedo al Estado. Porque de seguirse debilitando las instituciones de prevención y sanción del delito, lo que nos espera… ¡ay, mamacita!