Diario de Viaje
Por: Íñigo Argüelles / @piaa11

Y yo ahí, entre la carne de cemento helado, en un cuarto con reporte de plaga de chinches, en un barrio con crisis de identidad.

Ni salir. La nieve lo ocupaba todo. Era como espuma. Espuma tiránica que lo ocupaba todo, como el frío lo llena todo: las comisuras de la puerta, la pintura desgastada, las grietas resecas de la piel, las fosas del alma.

Todo es llenado por la nieve, incluso los halos de faroles, incluso la luz.

Pronto se iría la energía, lo sabía por las bombillas titubeantes. Y cuando ella se fuera, mis últimas nociones de pertenecer a una civilización se irían con ella. Tan sólo quedaría, al encuentro de exploradores futuristas, una postal del Times Square y sus anuncios brillantes y turistas felices, colgada en la cabecera de mi cama (o en donde se supone que debería estar una), como vestigio y única prueba de una civilización extinta y sus formas superfluas y sus modos de plástico y luces de led.

Comenzaban las alucinaciones, aunque eso lo supe después. Siempre temí que antes de la muerte mi cerebro se empezara a inventar cosas. Y se inventaba que mi mamá me hablaba desde el otro cuarto. Y se inventaba también olores, olores de comida navideña: ayocotes, el olor indiscutible del capeado de los chiles, galletas de nuez en el horno. Se inventaba a mi papá, sentado en el sillón, pidiéndome que abriera el vino. Y yo lo abría, pero el sonido del corcho se repetía infinito y arrítmico como si abriera cientos de botellas. El sonido del corcho viajaba por mi madriguera de cuatro paredes diminutas hacia la ventana. Cuando recobraba la conciencia, el corcho no era corcho, sino un cable solitario golpeando mi ventana desde afuera.

Eso quería decir que la nevada empeoraba. Mi ventana daba a un patio interno donde nunca entraba ni la lluvia, ni la luz, ni el propio viento.

La música me mantenía despierto, a propósito subía el volumen, temía no regresar de las alucinaciones y luego morir. De pronto me empezaron a relatar mi vida a través de mis audífonos. Era una canción cuya letra relataba la historia de un niño pobre que vagaba por estaciones de tren y por la Séptima Avenida caminando entre las prostitutas. La historia de un boxeador que había venido viajando y que extrañaba su casa mientras moría en el invierno neoyorquino.

Fue entonces que llegó el puertorriqueño del piso de abajo. Me dio un plato de judías y moros y cristianos. Me dijo: “Para que no sea El Niño más solitario de Nueva York, mi amigo”, y entonces el olor de mis alucinaciones era real, pero no venía de la cocina de mi madre a kilómetros, sino de la cocina del veterano puertorriqueño que vivía debajo de mí.

Devoré el plato. Recobré la conciencia. Y una canción, que vino, después de la que hablaba del boxeador de la Séptima Avenida, me erizó la piel y la respiración. Hablaba de un niño cuya única necesidad era saber las noticias del clima, y que cantaba, en el cuarto más solitario de la ciudad, las plegarias del Niño más solitario de Nueva York.

Fue así como Paul Simon salvó mi vida, la noche de la peor nevada del siglo.

••••

POST SCRIPTUM

Reservé una habitación en el Four Seasons para que pensaran que estuve invitado al
Fashion Week.