Por:  Pablo Íñigo Argüelles / @piaa11

Asfixia, Op.1

Yo ya había advertido hace tiempo que la Navidad, diciembre y todas esas cosas estaban acechando demasiado pronto. Casi con crueldad. 

Ahora, con noviembre en las narices y anuncios espectaculares que promueven el consumismo enajenado de carne y otras desgracias —ya hay renos y santocloses en las publicidades— podemos declarar oficialmente por terminado este triste pero alocado, rarísimo pero divertido, displicente aunque apasionado, año 2019.

***

¿Qué hacer cuando la realidad nos sobrepasa? 

¿Qué hacer cuando nos sentimos más pequeños que de costumbre? 

Cerrar los ojos y hacer como si viviéramos en una nube, mirar los aviones que pasan arriba reflejados en los charcos que dejó la lluvia de anoche.

Mi perro voltea a veces la cabeza a lo que no se le da la gana ver, no por indiferencia, sino por bien de él mismo, porque sabe que ese pájaro, o esa escoba o ese otro perro le sobrepasan. A veces yo soy como mi perro, o más bien, muchas veces quisiera ser como él. 

Quisiera ser como mi perro.

¿Qué hacer cuando la realidad sea ha vuelto una nata grisácea y fétida?

Se puede volver siempre a la música y a los libros, documentos de por sí —bueno, casi todos— atemporales, aunque muchos de ellos tanto que pecan de sí mismos.

O podemos extraviarnos una madrugada, escuchando una estación de radio en A.M. al interior de una cueva antimosquitos construida con sábanas percudidas de infancia.

Podemos simular que simulamos que orbitamos la tierra y que escuchamos en la radio voces de gente que llegan nosotros por casualidad, por el milagro de las ondas radiales, desde esa tierra heterogénea que hay debajo de nosotros.

Y hablan las voces, hablan de cualquier cosa que nos es ajena en este espacio sin gravedad: consejos de amor, comerciales de limpieza, un punto de vista político, una crítica al sistema; canciones de gente que ha muerto y que orbitan, también orbitan la tierra.

Orbitan el tiempo.

*** 

A veces quisiera regresar a una mañana específica de mi existencia en la que escuché un disco de Fleetwood Mac que no era mío, en una camioneta que no era mía, en una tierra que no era mía. 

A veces me gustaría ser yo el que conversa las pláticas ajenas que escucho a discreción o ser uno de los bajistas de aquella canción de vinilo sin título ni créditos. 

Me gustaría ser uno de los señores que van al gimnasio al que yo voy, esos que van de un lado al otro del vestidor, entre que con toalla y entre que sin ella, sin pudor alguno, hablando de mofles, rendimiento de gasolina y modelos nuevos de coches, financiamientos y rines de titanio, como si no hubiera otra cosa más en el mundo.

A veces, pero solamente a veces, me gustaría pretender ser parte de esas pláticas y olvidarme de todo.

Me he dado cuenta: Los lunes hablan sobre coches, los martes sobre cuánto tienen en su cuenta de banco, los miércoles no voy, y los jueves, al menos los últimos tres, han hablado sobre el 40 Grados y el Mamitas y en general sobre los antrillos de moda. 

Bajan la voz cuando alguien entra, acostumbrados a temer la llegada repentina de la esposa o de la novia o de la madre, pero cuando ven que soy yo, regresan al volumen y orgullo habitual de sus conversaciones varoniles y debaten sobre si las venezolanas son mejores que las nacionales, igual que como hablan de coches y de mofles y de sus cuentas bancarias y del corte de carne de su restaurante de espadas preferido.

A veces me encantaría grabar esas pláticas de vestidor, clasificarlas, guardarlas, enterrarlas, sacarlas en veinte años y comprobar que en realidad no todo se estaba quemando. 

No todo se está quemando. Me ahogo en una taza de café.

***

PS

Señales de que ya es Navidad: Mi pobre Angelito en Canal 5.