Disiento
Por: Pedro Gutiérrez / @PedroAGtz

La historia de América Latina es la historia del caudillismo. Desde que la mayoría de las naciones alcanzaron su independencia en el siglo decimonónico, han padecido la presencia de personajes carismáticos pero populistas que se sienten iluminados para el ejercicio del poder político. Desde México y hasta la Patagonia, la presencia caudillista ha fulminado la aspiración de varias generaciones de salir adelante.

En México, el caudillismo se inauguró con la penetrante figura presidencial de Antonio López de Santa Anna en la primera mitad del siglo XIX. Once veces titular de la presidencia de la república, al veracruzano poco le importó pasar de ser centralista a federalista o de liberal a conservador: lo relevante era adquirir y preservar el poder a cualquier precio. No sólo quería el poder, sino que a veces abjuraba de él para entonces provocar que la chusma volviera a requerir urgentemente su presencia de vuelta en Palacio Nacional. El resultado, un desastre financiero y político, además de militar, que acabó con la pérdida de la mitad del territorio nacional a costa de Estados Unidos de América.

Durante estos dos siglos en América Latina, el sistema presidencial sirvió como pretexto para que las naciones padecieran por el cáncer populista. Cualquiera que abra el Diccionario de Política de Bobbio, Pasquino y Matteucci (Fondo de Cultura Económica), podrá encontrarse que el caudillismo centra su atención en la asunción al poder de hombres fuertes y carismáticos cuya personalidad rebasa a las frágiles instituciones del Estado. Así, desde Guatemala hasta Argentina, América Latina ha sobrevivido a figuras autoritarias que gobiernan prescindiendo de las instituciones constitucionales y, por supuesto, se burlan de la democracia. El problema del caudillismo en América Latina es que es fácilmente justificable, y esos hombres fuertes aducen un supuesto apoyo a los más pobres para perpetuarse en el poder, invocando a personajes históricos vinculados a la rancia izquierda tradicional como Marx, Castro o hasta el caricaturesco Ernesto Che Guevara.

Los grandes caudillos de los siglos XIX y XX se sirvieron de las instituciones democráticas para acceder al poder, y ya instalados en él, maniobraron para perpetuarse el mayor tiempo posible. Evo Morales en Bolivia, Hugo Chávez y ahora Nicolás Maduro en Venezuela, son el mejor ejemplo. Recientemente América Latina parece que ha comenzado a dar el vuelco nuevamente hacia el populismo, después de haber transitado por gobiernos con expresiones más o menos democráticas. El ya mencionado Evo Morales recién acaba de perpetrar un mayúsculo fraude electoral para conservar la presidencia hasta 2025; sin pudor alguno, cuando las cifras electorales no le favorecían, provocó la caída del sistema informático para que, después de reestablecerse, apareciera como triunfador evitando una posible segunda vuelta. Pretextando que es indígena y que su lucha es por reinsertar los derechos y cultura de pueblos originarios, Evo Morales se ha convertido en un déspota autoritario que enmendó la Constitución para perpetuarse en el cargo inmisericordemente.

El fin de semana pasado Argentina ha seguido por el mismo camino de la inmundicia populista. El caudillismo ha reconquistado la presidencia de la república a pesar de ser el causante de la mayor crisis política y económica de los últimos años. Argentina es un país ingobernable, con déficit presupuestal rampante y una deuda pública agobiante. Mauricio Macri y sus políticas liberales no pudieron arreglar el desastre heredado por Cristina Fernández, por lo que los argentinos han vuelto a la senda del caudillismo peronista, actualmente conocido como kirchnerismo. Metafóricamente podemos afirmar que Argentina es la esposa golpeada física y emocionalmente que a pesar de todo, regresa con el marido.

De Venezuela hay poco que decir, pues ya se ha escrito lo suficiente: es la nación del mundo con los mayores índices de inflación y pérdida del poder adquisitivo en manos de auténticos gorilas del ejercicio de poder. Primero Hugo Chávez y ahora Nicolás Maduro. Casi todas las naciones del hemisferio occidental y la Unión Europea han exigido la caída del totalitarismo bolivariano —excepto Cuba, México y otros países de dudosa raigambre democrática—, sin que se haya podido derrumbar el caudillismo venezolano. Desafortunadamente no se ve aún la luz al final del túnel para la hermana nación sudamericana.

El caudillismo es un canto de las sirenas para muchos que parece han perdido toda esperanza. La pobreza es el mejor aliado de los populistas aludidos y sólo el voto racional de las mayorías puede evitar la catástrofe. La mejor medicina para combatir el caudillismo son las instituciones políticas fuertes y democráticas: al final del camino, la democracia es el gobierno de las instituciones y no de los hombres, el gobierno de las leyes y no de los caprichos de unos cuantos como Evo Morales, Cristina Fernández, Nicolás Maduro o el régimen cubano.