Me dediqué a sondear a algunos comerciantes; todo ocurría igual hasta que deslizaba mis dudas sobre las cuotas que tienen que pagarle a El Grillo, o sobre los rumores de narcomenudeo y armas que se leen en la nota roja
Por: Mario Galeana
Llegué al Morelos convencido de que podría encontrar el Camaro blanco de franjas rojiazules entre la agitación diaria del mercado, que ese lunes feriado parecía rebosante a diferencia de tantos otros mercados en la capital, en donde es tan común ver el gris llano de las cortinas metálicas de los locales hasta el piso y sólo unos pocos comerciantes solitarios resistiéndose al olvido.
No hallé ningún Camaro y, por supuesto, tampoco esperaba encontrar a su propietario, El Grillo, que hace tan buen honor a su apodo que, además de ser líder del mercado, es capaz de brincar una y otra vez por las páginas de la nota roja de los periódicos locales, siempre ligado a algún supuesto crimen, a la droga, a las armas, a los homicidios y, casi inexplicablemente, siempre libre.
Quizá fue ingenuo imaginar que el automóvil de José Christian –más conocido por su apodo que por su nombre de pila– estaría allí, al pie de una de las entradas del mercado, junto a los tianguistas que vociferan y promueven la venta de tangas a 2x1, o a un costado de los teporochos sentados en la banqueta mirando hacia el suelo, o junto a los talleres mecánicos en donde otros autos desvalijados se mimetizan con el paisaje; y sin embargo yo estaba ahí: buscándolo.
Me desanimó pensar que aquella poderosa máquina seguía en uno de los corralones de la Policía Estatal, adonde fue a parar la tarde del 14 de marzo, después de que un grupo de policías detuviera a José Christian porque su carro no llevaba placas y, después de consultar sus archivos policiacos, lo detuvieran unas cuantas horas más ya no por las placas sino por ser el mismísimo Grillo, y entonces la noticia de la detención de un líder comerciante a bordo de un Camaro cundiera los periódicos.
Abandoné la búsqueda –que, en cierto sentido, supe fallida desde el principio– y me dediqué a sondear a algunos comerciantes, a los pocos que, entre despachar a la clientela y mirar a la televisión, se daban tiempo para mirarme con desconfianza y contestar unas cuantas cosas sobre las ventas y la inseguridad en el mercado. Todo ocurría igual hasta que deslizaba mis dudas sobre las cuotas que tienen que pagarle a El Grillo, o sobre los rumores de narcomenudeo y armas que se leen en la nota roja.
No olvido que, llegado a ese punto, los comerciantes se volvían cerrados, fingían risa y volvían a lo suyo o miraban hacia ambos lados; y mucho menos puedo olvidar lo que uno de ellos me dijo:
—No quisiera decirle esto, pero tenga cuidado de a quién le pregunta. ¿Ya vio que hay cámaras en todos los pasillos? Aquí hay ojos y oídos por todos lados. Y sólo no se meta a la segunda sección del mercado. ¿Oyó?
Oí. Y lo primero que hice fue, por supuesto, buscar la segunda sección.
EL CAMINO DE EL GRILLO
La mañana del 15 de marzo, horas después de ser liberado por los policías que, antes de detenerlo, miraron con atención aquel vehículo resplandeciente y carente de placas circular por el Periférico Ecológico, El Grillo juntó a unos 200 comerciantes y los hizo acompañarlo hasta la Fiscalía de Puebla. Mientras él entró con un par de familiares, los otros se quedaron afuera y cerraron el bulevar 5 de Mayo durante menos de un par de horas, hasta que vieron salir a su líder.
El Grillo salió con gesto hosco, llevaba puesta una chamarra Adidas rojinegra y, cada vez que alzaba la mano derecha, las pesadas esclavas de oro que llevaba en la muñeca se agitaban bajo el sol.
Abordado por un grupo de reporteros, El Grillo exhibió cierto nerviosismo que contrarrestaba con su ceño fruncido y sus manotazos al aire. A trompicones, dijo que había ido a presentar una denuncia en contra de los secretarios de Gobernación y de Seguridad Pública, además del director de la Policía Estatal.
—La demanda es por privación de la libertad… este… una detención que, que, que no había forma de tener. Me tuvieron ocho horas, me quisieron inculpar homicidios, extorsión, narcomenudeo, armas, de todo me quisieron poner. Pero realmente no hay nada que esconder y por eso estamos acá dando la cara en la Fiscalía.
Los comerciantes que lo rodeaban asintieron con la cabeza y él, que batallaba con las palabras, explicó que, durante su detención, viajaba con su esposa y su hijo de tres meses de edad.
—Primero dijeron que el coche era robado. Luego, al dar mi nombre, fue cuando me detuvieron. La ventaja del coche –el poderoso Camaro– es que es nuevo: graba por dentro y por fuera: yo lo activé antes de bajarme para que no pudieran sembrarme nada. Luego me revisaron mis teléfonos y al final me detuvieron por, según, alterar el orden público. Ocho horas me detuvieron. Lo malo es que uno lleva sus 10 mil o 20 mil pesos, y cada vez que te detienen, te los roban. Lo que ya no me gustó ahora fue la privación de la libertad. ¡Ocho horas! El año pasado me detuvieron tres veces. Con ésta, ya son cuatro.
Quien lo hubiera visto ahí, rodeado de su gente, dando la cara a la justicia, pensaría que sí: que El Grillo es un inocente implicado casi de manera periódica en un complot que lo liga a todo eso que él mismo mencionó al salir de la Fiscalía.
Aunque la prensa –vía filtraciones de la policía– lo ha ligado a una decena de crímenes de alto impacto, El Grillo sólo ha sido apresado dos veces en su vida.
La primera ocurrió en 2008, cuando no era todavía El Grillo ni el líder del Mercado Morelos, sino un muchacho en sus veintes que atendía un puesto de discos pirata en la segunda sección del mercado, justo a un costado de los antiguos locales de venta de flores.
Cinco años después, en agosto de 2013, la entonces Procuraduría General de Justicia (PGJ) informó que lo había detenido junto a tres personas más por la venta de marihuana, cocaína y billetes falsos de denominaciones de 500 y 200 pesos.
El año pasado, su nombre apareció en la prensa varias veces. En mayo, se le ligó con la aparición de cuerpos desmembrados al sur de la capital y, en abril, la Policía Estatal lo detuvo y se encargó de prodigar la versión de que su detención se debía a esos crímenes, ligados a la disputa por el narcomenudeo en la capital.
Exento de todo proceso penal, El Grillo saltó de aquellas acusaciones como quien se quita una pelusa del saco, hasta que su nombre apareció de nuevo en los periódicos, pero esta vez por algo tan simple como manejar un Camaro sin placas.
LA ANATOMÍA DEL MERCADO MORELOS
La marca Chevrolet oferta los Camaro modelo 2019 –como el que manejaba El Grillo– por un precio que va desde los 778 mil 200 pesos hasta el millón y medio. Todo depende de su excentricidad: si es descapotable o no, si tiene un par de escapes o solo uno, si el cofre está adornado con dos franjas de colores, y otras decenas de variedades.
Los ingresos de un líder comerciante son difícilmente corroborables, pero se sabe que cada puesto formal en el Mercado Morelos paga 20 pesos de manera semanal, y hay por lo menos entre 500 y 700 comercios de este tipo. Mientras tanto, cada puesto ambulante paga 15 pesos diarios, pero es incalculable el montón de puestos que se arman cada día tanto en las inmediaciones como al interior del mercado, que se encuentra al norte de la ciudad.
Aquel lunes feriado vi un mercado que no languidecía ni acumulaba capas de polvo, como ocurre en tantos otros. Vi un mercado lleno de gente que no parecía notar que, efectivamente, en cada pasillo había por lo menos una cámara de seguridad. Vi a taxistas quedarse callados o responder un “no sé” cada vez que preguntaba por la segunda sección del mercado y vi que, en realidad, había un intento por ocultar cualquier segunda sección, porque a diferencia de la primera –que aparece anunciada en cada edificio, cada baño y cada bote de basura–, no hay ningún anuncio que indique su ubicación.
Hacia el norte, hay dos calles que sirven de estacionamiento al mercado y que dividen una sección de otra: la primera, rebosante, repleta de puestos; la segunda… vacía.
La segunda sección no parece tener más vida que la de los puestos del exterior, pues, a distancia, sus pasillos se ven vacíos, con locales cerrados o desechos y una geografía intrincada, similar a la de los laberintos.
Avancé de frente hacia la sección hasta que noté que, en cada acceso y en cada esquina, había al menos un tipo de pie, chamarra deportiva, teléfono en mano y mariconera a la cintura, mirando hacia todas partes. Eran decenas de tipos iguales: de pie en cada entrada, vigilantes o sumidos en sus teléfonos celulares, distribuidos por todas partes.
Si algo nos ha enseñado una década de crimen en el país –pensé– es a identificar a los halcones. Recordé a aquel comerciante que, mirándome a los ojos, me pidió que oyera bien que sólo había un lugar al que no debía entrar.
Y retrocedí.