Bitácora

Por: Pascal Beltrán del Río 

En septiembre de 2017, mientras luchaba en el terreno legal contra el resultado del referéndum de febrero 2016 que rechazó su pretensión de reelegirse por tercera vez, el presidente boliviano Evo Morales decidió poner en duda la validez de El espíritu de las leyes y afirmó que la división de Poderes era “una doctrina norteamericana” y que, como tal, debía ser rechazada.

Morales había perdido el referéndum por 51.3% a 48.7%, pero no se conformó con el veredicto de la voluntad popular y acudió ante el Tribunal Supremo Electoral, que acabó por cumplirle el deseo de competir por un cuarto mandato en 2019, cuando cumpliría 13 años en la Presidencia.

La arremetida de Evo Morales contra la división de Poderes —y en particular contra la independencia del Poder Judicial— pasó por alto que el principio político desarrollado por Montesquieu data de 1748, casi tres décadas antes de que se expidiera la Declaración de Independencia de Estados Unidos. 

Llamar “Norteamericana” a la división de Poderes era un despropósito, pero también un nuevo pretexto para culpar al “imperialismo” estadunidense de todo lo que le estorbaba.

Al mismo tiempo, Morales era consecuente con los postulados y prácticas del populismo neomarxista latinoamericano, que ha dedicado todos sus esfuerzos a demoler el Estado de derecho liberal y todas las instituciones que garantizan los equilibrios políticos y la rendición de cuentas.

Con el fin último de concentrar el mando, los gobiernos de Venezuela, Nicaragua y Bolivia procedieron a minar los contrapesos que significaban el Legislativo y el Judicial, así como cualquier órgano de control y la prensa. 

Hoy vemos esos mismos instintos en México, donde el gobierno del presidente López Obrador ha buscado acomodar la vida institucional a sus pretensiones y necesidades, sometiendo o infiltrando casi cualquier cosa que signifique un reto a su acumulación de poder político. El caso más reciente es la CNDH.

De esa manera, a casi un año de iniciado el sexenio, la independencia de muchos órganos autónomos ha sido neutralizada o está en vías de serlo. El gobierno ha exigido subordinación a legisladores y jueces, mientras que con los medios libra una batalla para exterminar el periodismo libre. 

Sin embargo, los hechos de los días recientes en Bolivia han mostrado que no es tan sencillo sepultar los fundamentos de la democracia en aras de gobernar de manera vertical. El autoritarismo puede copar casi todos los espacios, pero no impedir que la libertad se cuele por los huecos como la humedad. 

Cuando se renuncia a la construcción de consensos, eventualmente el castillo de naipes del absolutismo termina por colapsarse. 

Evo Morales creía tener el control de todo. Había sometido al Tribunal Electoral y tenía relaciones de complicidad con las Fuerzas Armadas, pero cuando quiso defraudar nuevamente la voluntad popular en las elecciones del 20 de octubre, el hartazgo salió a flote. 

Existen diversas interpretaciones sobre cuál fue la gota que derramó ese vaso. Hay quien cree que fue la desaparición de la confianza de los millares en el gobierno, que advirtieron claramente a Morales que no estarían dispuestos a reprimir a los manifestantes. 

Sin embargo, eso fue posterior al informe de la Organización de los Estados Americanos, que evidenció las maniobras de Morales para lograr un cuarto mandato y, de paso, dio la razón a quienes protestaban en las calles.

La lección indudable es que el aguante de la gente siempre tiene límites y que ningún gobernante, por muy poderoso y reconocido que se sienta, puede rebasarlos. Asimismo, que, ante la ausencia de contrapesos internos, el derecho internacional y los organismos multilaterales son un buen baluarte para defender la democracia. 

Y que ésta, pese a todas sus limitaciones y los esfuerzos de sus detractores, sigue siendo el menos malo de todos los sistemas de gobierno y el cimiento más sólido para remontar las grandes disparidades que perviven en nuestra región.