Por: Guadalupe Juárez
Hay niñas con el cabello trenzado y listones de colores, recién nacidos vestidos con pantalones y camisas de manta, sombreros de palma y huaraches. Algunos más con un bigote pintado, otros descalzos y unos más con tenis con luces en lugar del calzado característico del traje.
Pequeños que apenas pueden balbucear el nombre de la figura que en sus primeros años de vida les enseñarán a venerar.
Mujeres y hombres con canas en el cabello, algunos que llevan de la mano a sus nietos, otros que van de la mano de sus hijos mayores, otros que lloran frente a la imagen rodeada de flores.
Hay un hombre que carga sobre su espalda un cuadro de la Virgen de Guadalupe que una mujer que lo acompaña sujeta en él con un mecate que pasa sobre sus hombros, debajo de sus brazos y le rodea la cintura para hacer un nudo. Después, los dos se pierden entre la gente que compra una nieve de limón, unas chalupas o que se toma la foto en pesebres montados con paisajes del campo.
Hay plegarias que algunos susurran y que sólo escuchan entre ellos. Y el bullicio de quienes buscan atraer gente a los puestos de comida, ropa y figuras religiosas que atiborran el lugar.
Así, entre la fe, el olor de la tortilla friéndose en el aceite, los policías reunidos en una esquina, la gente formada en una fila por más de 60 minutos, las plegarias y la misa cada hora, transcurre el festejo a la Virgen de Guadalupe en la ciudad de Puebla.
Los feligreses acuden a dos puntos: al Santuario de Nuestra Señora de Guadalupe, que se encuentra en el Paseo Bravo —conocida como La Villita— y al Seminario Palafoxiano, ubicado en inmediaciones del mercado Morelos, al norponiente de la capital poblana.
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Mario Sampedro, desde hace más de 50 años, cada 12 de diciembre acude al Seminario y celebra a la Virgen.
Cuando se casó también llevaba a su esposa y luego a su hijo de pequeño —vestido de Juan Dieguito—, quien en esta ocasión prefiere fijar su mirada en el celular y evitar hablar de la fe de su padre y de los milagros que van a agradecer, como la ocasión que en una rifa se ganó un auto.
Mario relata que su casa está llena, desde siempre, de figuras de la Morenita y hoy presume una de cerámica que compró en un mercado, que llamó su atención.
Al igual que la de Mario, más familias comienzan a acercarse a la carpa donde hay cientos de sillas y un sacerdote cada hora oficia misa. Donde las filas de las personas que la presencian cargan con algún cuadro o figura con la imagen de la Virgen.
El altar improvisado, también, porque la capilla está vacía, está rodeado de arreglos florales e incluso con macetas para conservar las flores.
A los costados hay un sacerdote sentado en una silla a la intemperie que improvisa un confesionario y escucha a quienes deciden hincarse y decirle sus pecados.
Fuera de la carpa, el olor a comida inunda el lugar. Los anafres están encendidos. Los juegos mecánicos comienzan a funcionar.
Y conforme avanza la misa y se escuchan las plegarias, la gente sigue llegando. Algunos en compañía de su familia, otros en peregrinación, en automóviles o caminando.
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En una hora que una persona espera afuera de La Villita, tres niños ofrecen bolis por cinco pesos la pieza; una mujer recorre el lugar y vende estampillas con la imagen caricaturizada de la Virgen, otro hombre se abre espacio con su carretilla donde lleva botellas de agua de horchata y de jamaica, uno más ofrece maqullar tus cejas.
La vendedora de cemitas fríe milanesas frente a ti, el comerciante de accesorios para mascotas muestra una correa, una cama o un suéter para perros o gatos. Hay calcetas deportivas, pan de fiesta, playeras y sudaderas, aunque ninguna relacionada con la fe que profesan quienes esperan entrar al templo.
Una vez dentro, la espera no es mayor a 15 minutos para pasar frente al altar, donde un sacerdote vierte agua bendita sobre la cabeza de los fieles antes de que te dejen entrar a un pequeño cuarto donde la gente se pasa una veladora sobre su cuerpo que luego enciende, encomendándose a la fe que los llevó ahí.