La traición y la amistad son temas tan antiguos como el primer amanecer del mundo y el primer crepúsculo.
Los neandertales no eran seres de conceptos, en consecuencia: no conocían la diferencia entre la amistad y la traición.
Lo suyo era rupestre: cazar, comer y dormir.
Son los sapiens quienes como buenos cazadores en grupo descubrieron la amistad, primero, y la traición, después.
Esos temas están en Shakespeare, por supuesto, quien se los trasladó con el tiempo a Borges, Calvino (Ítalo) y Monterroso (Tito).
Para que la traición tenga efecto debe haber antes amistad.
La primera no se entiende sin la segunda.
Los enemigos no se traicionan.
Se matan sin traicionarse.
Este prólogo tiene que ver con lo que hemos estado viendo en el caso Manzanilla.
Todo lo que lo rodea tiene que ver con Shakespeare y los primeros sapiens.
Copola, quien hizo todo un ejercicio cinematográfico sobre la amistad y la traición en la saga de El Padrino, podría hacer una película más larga que la cola de una serpiente.
Fernando y Rafael Moreno Valle, por ejemplo, vivieron su amistad con pasión y con hielo.
Cuando el segundo se interpuso se acabó la amistad.
Cada uno tiene sus razones.
Es difícil entender lo qué pasó entre ambos.
Sólo quienes lo vivieron de cerca saben explicar quién fue el amigo que cruzó la delgada línea de la traición.
En esta trama hay pocos testigos.
Con el morenovallismo en contra, Manzanilla llegó a Morena y al territorio de López Obrador.
En un momento dado, como en Borges, las piezas de su ajedrez aparecieron en el tablero de Miguel Barbosa Huerta.
Y ambos cruzaron diversos rubicones.
¿Fueron amigos?
Sólo ellos y otros pocos lo saben.
Todo indica que más bien fueron compañeros de ruta.
En su aventura enfrentaron al morenovallismo y lo padecieron.
Juntos, cómo olvidarlo, también enfrentaron la sequía, la errancia aparentemente sin fin y los furiosos embates de sus adversarios.
Salieron vivos de esa trama.
Y más: triunfadores y exitosos.
Y cuando todo empezaba a marchar bien, todo empezó a descomponerse entre ellos.
En una reciente columna, el periodista Alejandro Mondragón escribió las siguientes líneas:
“¿Qué necesidad de exhibir al gabinete de Luis Miguel Barbosa de dividido? ¿Qué ganan con tanto golpeteo político contra su secretario de Gobernación, Fernando Manzanilla? Quien, por cierto, acabó por renunciar al cargo.
“Si los duros del barbosismo pretende eliminar adversarios cuando apenas van cinco meses reales de administración, la cosa pinta para peor.
“Ellos sólo alimentan la desconfianza del gobernador hacia su propio equipo, en aras de saciar su canibalismo”.
¿Hubo traiciones en esta historia o todo fue el resultado de un honesto Yago infiltrado en los pliegues del barbosismo?
Y es que ya sabemos lo que Yago provocó en Otelo:
Que con la furia de los celos perfectamente inoculada terminara por matar lo que amaba más.
Fernando Manzanilla fue un sobreviviente del morenovallismo y del barbosismo hasta que el destino así lo quiso.
Dos meses o más enfrentó la furia y el desencanto.
Minada la confianza, se refugió en Gobernación y se ató al escritorio.
Muchas lunas vio pasar.
Desde su oficina escuchaba el ladrido de los perros, sí, pero también el rugido de los leones.
Un reloj suizo fue su compañero de naufragio.
Hoy, por fin, terminó su cautiverio.
Nuevas rutas vendrán en su hoy holgada agenda.
La primera tiene que ver con su regreso a San Lázaro.
La segunda, más a largo plazo, será la construcción de una candidatura rumbo a 2021.
Mucha sangre veremos correr todavía.
Mucha tinta.
Los leones tienen hambre.