La Quinta Columna
Por: Mario Alberto Mejía
Si hubo alguien entre los periodistas poblanos que entendió a cabalidad la frase de Henry Kissinger de que no hay nada más afrodisíaco que el poder ése fue Enrique Montero Ponce.
Desde sus orígenes en La Voz de Puebla, que convirtió en un fenómeno que tiraba treinta mil ejemplares diarios, don Enrique supo que las claves —las que él buscaba— estaban del lado del gobernador en turno.
Sólo con uno se peleó, al final de su mandato, aconsejado por el que lo relevaría.
Vea el hipócrita lector:
Manuel Bartlett, ya candidato, le recomendó que rompiera lanzas con Mariano Piña Olaya porque desde su campaña política lo empezaría a socavar.
El pretexto al que recurrió el periodista fue el futbol, y tuvo como alcahuete a quien después el propio Bartlett utilizaría como peón en aras de que Mario Marín ganara la alcaldía poblana en 1998: Emilio Maurer Espinosa.
Antes de eso, Montero Ponce era el vocero del piñaolayismo a través del brazo ejecutor de éste: don Alberto Jiménez Morales.
La pugna inició, repito, cuando el nuevo poder así lo quiso.
Don Enrique fue siempre un hombre pragmático que escuchaba a los gobernadores.
En su adicción por lo afrodisíaco, incluso llegó a creer que era consejero de los hombres de poder.
Bartlett, el gran seductor de la aldea en los noventa, le vendió esa idea.
“Don Enrique es mi asesor”, presumía en las mesas para que el periodista se metiera en la hoguera de sus vanidades.
En ese ritual vivió durante décadas y lo ejerció con una vitalidad envidiable.
De día —desde la seis de la mañana—, era el periodista radiofónico más influyente.
(El que daba la línea, el que anunciaba los cambios en el Gabinete, el que hacía futurismo político).
De noche, una vez que caía el sol, se convertía en el rey de las pistas en el Portos Tropical o en el bohemio indispensable en el London House, un bar de la avenida Juárez.
(Era cliente frecuente en otro, muy escondido, por los rumbos del motel Avia, en la colonia El Cristo).
Cuatro horas antes de iniciar su noticiero, don Enrique se iba a dormir.
A las seis en punto, todavía con el confeti en la cabeza, el viejo periodista iniciaba el ritual de sus amores ante el micrófono.
Ganó el premio Guiness por el programa noticioso más longevo.
Debió haber ganado otro por la vida nocturna que llevó.
Es decir: por esa dualidad esquizofrénica en la que vivió tantos años.
Con Mario Marín como gobernador creyó que había llegado al Olimpo.
No podía ser de otra manera.
Y es que lo conoció como estudiante pobre al lado de su hijo Mario.
“Don Enrique fue mi asesor desde siempre”, presumía Marín con la misma finalidad de Bartlett, su padre político.
Y todo iba bien hasta que todo fue mal.
Pocos minutos antes de las seis de la mañana del 14 de febrero de 2006, don Enrique despertó vía telefónica a Valentín Meneses con una noticia brutal:
“Lee La Jornada, Vale. Sacaron unas grabaciones en las que Mario (Marín) habla con Kamel (Nacif) de cómo iban a encerrar a Lydia Cacho”.
El director de Comunicación Social del gobernador apenas daba crédito de lo que le decían, turbado como estaba por el festejo adelantado de su santo.
Ese día, don Enrique supo que venía el declive de sus mejores años.
Hace unas horas murió el viejo periodista.
(Con Marín prófugo, con Bartlett desprestigiado, con su hijo Mario alejado de la política).
Tenía noventaiún años.
Poco antes había enfrentado un conflicto que estuvo a punto de sacarlo de la radiodifusora de su hijo.
Y es que éste prácticamente lo estaba jubilando antes de tiempo.
Entre enojado y lastimado, buscó otras opciones en las radiodifusoras poblanas.
El malentendido se aclaró y continuó ante los micrófonos de casa.
Hay que decirlo: la prosa de Montero Ponce era lo que se dice decente.
Tenía ritmo, matices y textura.
Y más: conocía las virtudes del punto y seguido.
(Rara avis en la prensa poblana de su tiempo).
Ha muerto, pues, don Enrique.
Un danzón de Acerina desde aquí en su memoria.