Aquí hay una columna. Una columna pequeña, de menos palabras de las que normalmente estoy dispuesto a escribir. Aquí está, la única prueba de que vivo, de que sí resucito al tercer día, y no me ahogo, como cualquier otra persona de mi calle, en la vacuidad eterna del domingo.
Aquí estoy, escribiendo para quién sabe quién, para quién sabe dónde. Pero escribiendo. Estoy, y eso es lo que siempre ha importado.
Escribir, eso es lo único.
Aquí arriba podría leerse que esto lo ha escrito un tal Juan, o una Andrea, o alguien más, desde el envidiable y a veces cómodo lugar del anonimato.
Y da igual. No es Pablo Argüelles quien escribe. Es alguien más, es alguien a quien yo no podría reconocer si me lo encuentro por la calle.
Y lo digo de verdad.
Aquí dice que yo he escrito esto, pero yo no confiaría tanto en la realidad del papel: pudo ser cualquier otra persona.
El acto milagroso de escribir: Sostener la libreta entre las manos y la pluma, y sostenerla hasta que deduzco finalmente que la luz que me llega desde la ventana ha viajado más kilómetros de los que cualquiera de nosotros, individualmente, o juntos, podríamos caminar jamás. Y esa luz, que ha venido, y que me pega en el cuerpo, proyecta una sombra en el piso de mi cuarto. Estoy, y eso es lo que importa. Soy, al menos ahora, lo único que se interpone entre el sol y esto que llamamos suelo.
Escribo, entonces.
PS
En el amor yo soy Avelina Lesper.