Haruki Murakami escribió uno de sus más entrañables libros bajo el título Hombres sin mujeres, un texto compuesto por siete narraciones que dibujan las complejidades que se pueden presentar en las relaciones entre hombres y mujeres, pero todos tienen un centro conductor, el miedo que genera en los personajes masculinos enamorarse de una mujer y perderla definitivamente, perder a una mujer es perder a todas para siempre, se consigna en uno de los relatos.
Vivimos un tiempo sin precedentes en la lucha por la erradicación de la violencia contra las mujeres; se escuchan las voces de emergencia, las están matando, las están violentando, las siguen humillando, acosando, exhibiendo y la sociedad, por grandes y prolongados momentos, se queda callada, atónita, con poca capacidad de respuesta.
El paro nacional convocado por diversos grupos feministas y de la sociedad civil el pasado lunes 9 de marzo resultó ser un ejercicio inédito y abrumador. Inédito porque nunca se sintió la suma de muchas mujeres en una protesta llena de tantos símbolos. Abrumador porque, aunque el paro se anunció con varias semanas de anticipación, las calles vacías, las oficinas desoladas, las tiendas abandonadas resultaron un golpe directo a la conciencia, un golpe que fue directamente proporcional al abrumador mensaje: las mujeres muertas estarán por siempre ausentes, ya no irán a trabajar, ya no saldrán con sus amigas, ya no abrazarán a sus hijos, ya no bailarán, ya no cantarán, no acudirán a las aulas, no harán descubrimientos científicos, no escribirán novelas, no realizarán reportajes, simplemente ya no estarán.
La vida trataba de transcurrir con cierta normalidad, pero resultó imposible, en el aire se respiraba la ausencia, el mensaje se había clavado en el aire: si perdemos a una, perdemos a todas para siempre.
Es probable que la rabia generada por los feminicidios de Fátima, Ingrid y Mayra (la pequeña niña de la Mixteca que fue violada y asesinada junto a su mamá, presuntamente por gente cercana a ellas) sirviera como catalizador del mensaje, que fuera el caldo de cultivo que detonó la indignación. La furia está directamente correlacionada a cada evento de acoso en las calles, cada golpe que se propina en casa, en cada mirada lasciva, en cada contacto físico no consensuado, en cada extorsión y exhibición pública.
El señalamiento contra el Estado opresor y patriarcal no es menor, no es excesivo además imputarle el adjetivo de “macho violador”, se ha hecho muy poco por garantizar la seguridad y la integridad de las mujeres, de acuerdo con cifras del Secretariado Ejecutivo de Seguridad Pública, en enero de 2020 se cometieron un total de 73 feminicidios, cifra menor a la registrada en enero de 2019 que fue de 75. El acoso sexual creció 59% ya que pasó de 228 casos en enero de 2019 a 363 durante enero de 2020. El hostigamiento sexual creció 91% al pasar de 67 carpetas de investigación a 128. La violación simple creció 6.7%, violación equiparada 10%, violencia intrafamiliar 18%, violencia de género distinta a la intrafamiliar 38% y corrupción de menores 33%.
Es cierto, el Estado es opresor, además es un macho violador, el Estado somos todos, su gobierno, su pueblo y su territorio. Formamos parte del Estado que ha normalizado las conductas violentas y machistas, todos hemos cometido en mayor o menor medida actos que califican como transgresión a las mujeres, de algún modo lo hemos tolerado, lo hemos justificado y lo hemos ocultado.
El 9M es el principio de una larga lucha, es el inicio del camino, será largo, pero tenemos que dar la batalla en unidad nacional, es nuestra obligación seguirnos educando, es necesario tener la valentía para frenar y denunciar, esta es una causa de todas y de todos, es una causa que nos permitirá legarles un mundo mejor a las siguientes generaciones, un mundo en el que las mujeres estén libres, fuertes y vivas.