Desde Friedrich Nietzsche y Walter Benjamin se maneja la hipótesis de que la humanidad ha perdido sus referentes simbólicos. La mercantilización del arte y la irrupción de lo virtual, serían los escenarios adecuados para destruir todas las operaciones simbólicas que a la largo de la historia han permitido la construcción de los pueblos. Pero el coronavirus parece que vino a demostrar que no es así.
El presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, fue duramente criticado porque ante un hecho científico, objetivable, mesurable, no subjetivo, como es el avance de la pandemia, sacó de su cartera un trébol de cuatro hojas y un billete de dos dólares, al tiempo en que pronunció un conjuro católico: “Detente enemigo, que el corazón de Jesús está conmigo”. Ese fue su escudo. Ese fue el escudo para todo el país.
Nos enojamos, nos reímos, ¿por qué, eso es lo que somos? ¿No será acaso que todos de alguna u otra manera traemos esos mismos amuletos —u otros— en la cartera?, ¿que nos colgamos al cuello escapularios, crucifijos, sambenitos a los que les dimos sentidos familiares para la protección? Así recibimos al coronavirus, con pensamiento mágico. Pensando que si lo deseábamos con vehemencia no se iba a instaurar en nuestro cuadro epidemiológico. Que a nosotros no nos pasaría porque una virgen morena nos cuida. Porque nos unimos en cadenas de oración mandadas vía WhatsApp.
Así lo tratamos ya cuando estaba entre nosotros. Con las recetas inverosímiles —científicamente hablando— de hacer gárgaras con limón y vinagre, para no contraer la enfermedad. Con la sanitización de las fachadas de las casas, formulada a base de cloro, alcohol, vinagre y limpiador para pisos, repitiendo rituales católicos de la bendición de casas, autos, negocios y hasta mascotas.
Atacamos al coronavirus con más pensamientos positivos. Inhalando esperanza, exhalando miedos, inhalando energías positivas, exhalando angustias. Con otra cadena de oración a las 7 de la mañana y 3 de la tarde. Y/o con un pañuelo blanco en los pomos de las puertas principales, porque Jesús vería que en nuestra casa rechazamos al mal.
La gente decía que habíamos caído en una especie de “paranoia colectiva” ante la irrupción de un “enemigo” nuevo, desconocido, traidor y mal agradecido que se esconde entre los pliegues de nuestras manos y los espacios de nuestros dedos. Pero que al mismo tiempo es real. ¿Y qué nos recuerda el coronavirus? Que vamos a morir. Usemos gel antibacterial o no. Saniticemos las fachadas de nuestras casas o no. Mantengamos la sana distancia o no. Nos confinemos o no. Las autoridades —poder-médico-sanitario— dijeron, cierto, pero háganlo escalonado, para no “colapsar el sistema de salud”. Es decir, para no mostrar que también fallan. Justo cuando estaban por llegar a la cima del poder y control total, dicen no podemos todo al mismo tiempo.
Por eso regresamos a la simbolización, sobre todo a la que ofrece la “religión verdadera”, como dijo Lacan en una entrevista en Roma: “La religión va a tener aún muchas más razones para apaciguar los corazones, si se puede decir así, porque lo real… la ciencia, va a introducir montones de cosas absolutamente perturbadoras en la vida de cada uno. …Y la religión va a dar un sentido a las pruebas más curiosas, justamente a aquellas que comienzan a provocar un poquito de angustia en los propios científicos; la religión les va a hallar sentidos truculentos”.
O quizá aún no es tiempo del triunfo de la simbolización. Una paciente de mediana edad me anuncia vía telefónica que durante el tiempo que dure la cuarentena (en México no se ha decretado un confinamiento obligatorio) no asistirá a sus sesiones. Deja de lado que el análisis lo podríamos llevar por otras vías, no necesariamente la presencial. Pero decide quedarse en casa. Ella es desde el discurso médico una persona que padece hipocondría. Lleva años culpando a los médicos, sus técnicas y tecnologías de ineficientes, porque no le han descubierto un cáncer de estómago que ella sabe que padece. Signos y síntomas de enfermedades que son descritos por cualquier persona se instalan en su cuerpo.
El trabajo analítico con ella se encamina a detener el goce con la enfermedad. Al trabajo con el cuerpo psíquico, ese que se niega a ver la medicina. Pero la irrupción de la pandemia ha sido como un gran banquete, se queda en casa a gozar de aquello que aún no ha sido capaz de tramitar con las palabras.