Para Ana Maria Fowler.

Los hombres honrados también mueren, ya lo sabemos. Los hombres congruentes también mueren, los hombres que entregan su vida a sus ideales también mueren, y esta vez ha muerto Oscar Chávez. No puedo negar que me entristece y triste escribo estas líneas para nombrar a un hombre que entregó su vida a la actuación y al canto, pero sobre todo, a las ideas libertarias y a la resistencia de muchos años frente a un sistema, en el que la corrupción fue la bandera de su propio lodazal, de su atascadero que destruyó este país y dejó ejércitos de pobres, ignorándolos, haciéndolos a un lado y chupando sangre de sus votos. Oscar Chávez fue un cantor que nunca “se vendió” ni fue comprado. Recuerdo su canción “Se vende mi país” en el que dice: “Yo no lo vendo, no, porque lo quiero, yo no lo vendo, no, mejor me muero”. Hoy ha muerto Oscar Chávez. Qué va. Lo lamento como muchos ahora lo están lamentando. “Se vende mi país puro y entero por un pinche puñado de dinero”, cantó y evidentemente, qué razón tuvo en los años que lo cantaba. Y también los hombres que definen al país mueren. Qué desgracia, pienso.

A Oscar Chávez lo escuché por primera vez, en los años setenta cuando mi hermano Fernando llevó a la casa un disco suyo en el que estaba la parodia “La casita”. Una canción que yo conocía perfectamente en su versión original en los recuerdos de mi niñez en el pueblo. Para mí fue sorprendente aquella letra que hablaba de una situación en la que pude entender el sentido de la historia y recuerdo, que de inmediato pensé en aquellas cosas que escuchaba en voz de mi padre: “¡Son unos sinvergüenzas!”, decía refiriéndose a los políticos. Qué verdad estaba diciendo y cuánto significado tenía para lo que yo sabía de los ladrones. Escuchaba el disco con fruición, hasta que me aprendí las canciones con la guitarra, pero me preguntaba quién era ese hombre que algo tenía de mi padre, ese hombre que me estaba enseñando la rebeldía y la libertad de oponerme y dejar de creer en el gobierno y en los hombres del poder, como lo hacía mi padre. Y es que aquella voz que cantaba en el acetato (de discos Pueblo debió ser), denunciaba los abusos del poder, hacía un llamado a que se supiera que alguien no estaba de acuerdo, qué alguien (él) sabía lo que al pueblo le ocultaban.

Para aquel adolescente que yo era en aquellos días, el disco fue un tesoro. Con el acetato en mis manos, miraba aquella ilustración del magnifico caricaturista Ríus en la portada del disco LP grabado en vivo en el Teatro Blanquita. Recuerdo muy claro –en el dibujo– una columna en la que se erige “al prócer” y en lo alto, la figura de un hombre montado en un caballito de palo, con una espada en la mano; con sombrero y lentes negros y abajo un grupo de hombres característicos de los dibujos del caricaturista de Zamora, cantan con guitarras y uno de ellos se méa al pie de la columna, mientras que del lado opuesto, un policía corre hacia ellos con la macana en alto diciendo “¿Qué está haciendo ese jijo de la jijurria de Oscar Chavez?”. Nunca he olvidado esa imagen del disco aquel. Y desde entonces lo tuve presente. El tiempo pasó y alguna vez tuve la privilegiada ocasión de compartir una mesa de comida en la que Oscar era un agradable comensal. Es un recuerdo del que hablaré en otro momento. Cuando lo vi, lo seguía admirando como hasta hoy.

Mi gusto por la llamada “canción de protesta”, que en su momento tenía un enorme significado y mucha razón de ser, se debe precisamente a Oscar Chávez. Más tarde vendría mi acercamiento a los cantantes latinoamericanos. Yo era un jovencito de huaraches, pelo largo, camisas de manta y morral con libros, y desde mi personal manera de vivir aquellas canciones, creía que un día vendría la revolución, el cambio, un mundo nuevo… y así pasaron muchos años en los que las esperanzas por vivir en un país mejor, se fueron agotando y fui dejando inclinar las velas de mi vida hacia la poesía y la escritura, la lectura, aunque aquella actitud seguía latente, pero en cierto letargo. Y dejó de importarme aquella esperanza que un día tuve; la poesía me ensimismó, me hizo ver dentro de mí y el destino tendría una fertilidad que poco a poco y sin tregua, fue construyendo una obra que todavía no termina. Pero sin duda, en mi formación, mucho tuvo qué ver aquel encuentro con el disco de este cantante que dedicó ejemplarmente su vida a cantar su rebeldía, respetable y sin mancha.

Mientras escribo estas líneas y la mañana sigue limpia y silenciosa, escucho a Oscar Chávez con una nostalgia que me hace temblar, porque llegan también los recuerdos de aquel que fui, sediento de saber lo que había del otro lado de los muros de la realidad en la que sospechaba que otro mundo era posible. Pienso en aquel muchacho que cantaba con una guitarra canciones de Serrat y algunos fracasos de canciones suyas y por supuesto algunas parodias de Oscar Chávez. Escribo estas líneas por la gratitud que le tengo a Oscar Chávez, de haberme abierto los ojos a una verdad que comprobé con mis propios ojos, y que hoy no es momento de explicar.

Escribo porque hoy el país, acechado por la muerte, se queda más triste sin hombres como Oscar. Y ahora como el necio que soy, escucho “Por ti” –ya lo dije antes–: Con esta canción lloré como lloran los que se alegran con el amor y los que saben, que también el dolor es patrimonio de los que sabemos amar. Gracias Oscar Chávez.

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