Otro de los debates éticos que abre la pandemia es sobre la disposición final de los cuerpos biológicos de las víctimas del Covid-19. No es un asunto menor. Y no sólo se trata sobre la capacidad del espacio físico en dónde depositarlos, sino, y este es el punto más álgido, el tratamiento que se les debe dar.
Dio la vuelta al mundo la foto de la preparación de una fosa común en la Isla Hart, de Nueva York, para depositar los muertos por coronavirus. En realidad, esta isla es usada por la ciudad norteamericana como cementerio de “las almas que nadie reclama, incluidos bebés”, narra el diario El Clarín, desde hace más de 140 años. También ha sido un reformatorio y un psiquiátrico.
La ciudad brasileña de Manaos ha visto triplicados sus fallecimientos diarios a causa de la epidemia, por lo que también están preparando las fosas comunes, ante la incapacidad de atender las muertes una por una.
En marzo, mientras el mundo apenas estaba dispuesto a escuchar que una pandemia tocaba la puerta de nuestra casa, un video de camiones militares italianos trasportando ataúdes a crematorios sacudió las conciencias. A partir de entonces los fallecidos debían tomarse como caídos de guerra.
En España se ha actualizado a la fecha hasta en cuatro ocasiones el manual de “Procedimiento para el manejo de cadáveres de casos de Covid-19”, porque la novedad de este virus ha llevado a los organismos sanitarios a tomar decisiones a ciegas. Inicialmente se impedía a los familiares del enfermo ver el cuerpo y “despedirse”. Era enviado directamente al crematorio y las cenizas se les entregaban a los deudos. Este hecho avivó traumas en el país ibérico, azotado por la “Gripe española” en 1918. La psicoanalista Cristina Jarque, presidenta de Lapsus de Toledo Internacional, narra un caso clínico. Uno de sus pacientes padece ataques de pánico porque su padre ha enfermado de coronavirus y en la familia la historia que los marcó es la del abuelo que pereció en la gran epidemia del siglo pasado. Eran tantos los muertos que tuvieron que cremarlos colectivamente y a ellos les dieron “las cenizas mezcladas”. Esa es la pesadilla de su paciente.
Los muertos son las bajas de la guerra mundial epidemiológica, pero no son tratados como héroes, por el contrario, son vistos como los traidores, como en la tragedia de Antígona, se les niega el rito de las exequias. Las familias no pueden hacer el proceso tanatológico y a partir de ahora, podrá existir siempre la duda de si en realidad han enterrado a su ser querido.
México es un país muy dolido por lo que un presidente decidió llamar “la guerra contra el narcotráfico”. Parte de las consecuencias de esta acción bélica son los “desaparecidos” que se contabilizan en más de 60 mil y el surgimiento de más de tres mil 600 narcofosas.
El que hoy no se hable aquí de una guerra contra el coronavirus tiene sus implicaciones simbólicas, que dan sustento a las recomendaciones sanitarias que permiten a los familiares decidir si son cremados o inhumados. Si los cuerpos no son reclamados, no serán incinerados inmediatamente, se iniciará la búsqueda de sus familiares y serán enterrados.
¿Qué pasará si la realidad de la enfermedad nos alcanza y la cifra de muertos comienza a ser mayor de la que estamos dispuestos a admitir? En el imaginario colectivo los mexicanos decimos que nos reímos de la muerte, pero ¿podremos sostener este dicho con una segunda guerra encima? Si el coronavirus se impone y no podemos domarlo ¿cambiaremos nuestros ritos funerarios?