No es fácil decir que no a quien ha llegado al cargo por la voluntad de millones de electores.
Un error que cometen comúnmente los jefes es pretender que sus colaboradores digan sí a todo lo que él les pide. Con ello, el jefe puede llegar a sentir satisfecho su ego, pero la organización sufrirá porque los resultados no serán los óptimos.
Mandar no es sinónimo de tener la razón. Mucho menos, de tenerla todo el tiempo. La diferencia entre un jefe y un líder es que éste es capaz de escuchar una diversidad de opiniones —incluso aquellas que van contra su instinto— y tomar una decisión bien ponderada. Es tener la disposición de remontar los propios prejuicios a la hora de razonar.
Si un jefe se rodea de colaboradores que a todo dicen que sí, sea lo que sea, las posibilidades de incurrir en un error se incrementan. Y cuando ese error afecta a toda la organización —y, peor aún, a todo un país—, las consecuencias de no escuchar otras opiniones se vuelven desastrosas.
En la administración pública, los errores rara vez se ven de inmediato. Cuando se ha incurrido en ellos, frecuentemente es demasiado tarde para corregirlos o la corrección se vuelve muy complicada o costosa. No se puede, simplemente, quitar una obra de infraestructura y volver a construirla, por ejemplo.
Es por eso que, en política, las decisiones deben ser cuidadosamente calculadas.
También, porque el poder político puede generar ilusiones en quien lo detenta.
Las explicaciones de por qué llega alguien a un cargo de elección popular tienen casi siempre más que ver con las circunstancias que con las características de la persona. Y eso es porque las elecciones se ganan más por las emociones que por la razón. No es raro que un candidato deba más su triunfo a los errores de sus contrincantes que a los aciertos que tuvo en campaña.
Para enfrentar la sensación de infalibilidad del ganador, en la antigua Roma se creó la tradición de memento mori. La idea consistía en recordar a los dirigentes que eran simples hombres y que su poder era temporal. De acuerdo con Tertuliano, un sirviente se encargaba de transmitir dicho mensaje.
En los tiempos modernos, eso se consigue rodeándose de colaboradores que estén dispuestos a no complacer al líder en todo lo que decida y a proveerlo de insumos para no equivocarse.
Por supuesto, la disciplina es fundamental en toda organización, pero también lo es que las órdenes sean precedidas de un proceso interno de deliberación, en el que el equipo pueda opinar libremente. Un colaborador que siga una orden no debatida —resultado de un nulo consenso y basada únicamente en el capricho del superior— no ayuda a éste ni ayuda a la organización.
Cuando un líder político pretende tener un mayor conocimiento técnico que sus colaboradores más especializados, el único camino que debiera quedar a éstos es la renuncia.
Por ejemplo, un Presidente no puede saber más de asuntos financieros y de recaudación y gasto público que su secretario de Hacienda. Especialmente si él nunca ha tenido ese cargo o no posee los suficientes conocimientos de economía. Cuando en la historia de México se ha pretendido que la política económica se decida en el despacho presidencial, ha sobrevenido el desastre.
Cierto, no es fácil decir que no a quien ha llegado al cargo por la voluntad de millones de electores. Pero no hacerlo puede tener efectos perniciosos que el colaborador no debiera dejar de considerar. Decir que sí a cualquier decisión del jefe, sólo porque es el jefe, no exime de responsabilidad —política, ética y quizá también legal— a quien acata, sobre todo a sabiendas de que se trata de una decisión equivocada.
Y un jefe que no se deja ayudar por sus colaboradores y que, incluso, les da una reprimenda por atreverse a contradecirlo, estará sentando las bases para incurrir en errores.
Errores que en política, como digo arriba, se revelan demasiado tarde, cuando ya no es posible subsanarlos, y que acaban costando demasiado al país.