El 25 de julio de 1934, Hitler hizo el primer intento de apoderarse de Austria mediante un golpe sorpresivo de tres grupos de las SS austriacas. El golpe falló, pero el canciller Engelbert Dolfuss murió desangrado en sus oficinas mientras los SS combatían con las fuerzas de seguridad que los sitiaron. Hitler tuvo que esperar mejor ocasión. En 1935, Gran Bretaña, violando el Tratado de Versalles, firmó un acuerdo con Hitler para permitirle reconstruir su armada hasta el equivalente a 35% de la armada británica. Ese mismo año, mediante un plebiscito, “recuperó” el Sarre, una zona rica en mineral de hierro y carbón que se hallaba bajo la protección de la Sociedad de Naciones, violando las fronteras trazadas en Versalles.
Occidente, pues, estaba dispuesto a perdonar los crímenes de lesa humanidad de los nazis y a prestarles ayuda para reconstruir su ejército y para lograr el Lebensraum, el espacio vital que pedían. La pregunta es: ¿por qué razones? La primera es su anticomunismo radical, que nació junto con la URSS. Robert Lansing, secretario de Estado de Wilson, en un memorándum del 2 de diciembre de 1917, dijo al presidente que era imposible reconocer al gobierno de Lenin por su naturaleza política e ideológica. Wilson estuvo de acuerdo y añadió que el régimen bolchevique era una conspiración demoniaca que había destruido la promesa democrática del gobierno provisional. Juzgaba especialmente dañina su doctrina de la lucha de clases, la dictadura del proletariado y su odio hacia la propiedad privada. Este es el verdadero origen de la “guerra fría”, aunque el nombre es muy posterior.
Este mismo anticomunismo es el que empujó a las potencias europeas a apoyar a los nazis. En 1924, dos años después de que Mussolini y sus “Camisas Negras” tomaran el poder en Italia, el dueño de The Daily Mail, lord Rothermere, dijo en su periódico que “al salvar a Italia, ha frenado los avances del bolchevismo que habrían arruinado Europa… a mi juicio, ha salvado a Occidente”. Sir Austen Chamberlain, ministro de exteriores, dijo desde Roma: es “un hombre maravilloso… que trabaja por la grandeza de su país”. Winston Churchill afirmo en 1927: “Si yo fuese italiano, me pondría la camisa negra fascista”. Algo similar ocurrió con Hitler. La mayoría en el gobierno británico era partidaria de alentar a Alemania a satisfacer sus ambiciones expansionistas en Europa del Este y en Rusia. En 1935, sir John Dill, jefe de la Oficina de Operaciones Militares, planteó abiertamente: “¿No podríamos dejar crecer a Alemania hacia el Este, a expensas de Rusia?”. Baldwin, entonces primer ministro, dijo: “si alguna batalla se ha de librar en Europa, querría ver en ella a nazis y bolcheviques”. Un diplomático alemán aseguró que Horace Wilson, asesor de Chamberlain le confió: “Sería el colmo de la locura si estas dos señaladas razas blancas (ingleses y alemanes) se exterminasen mutuamente en la guerra. El único beneficiado sería el bolchevismo…”
La otra razón para apoyar a Hitler era que los británicos sabían que, desde el fin de la Primera Guerra Mundial, su imperio venía debilitándose y perdiendo terreno frente a EE.UU. y Alemania. Ya no eran “el taller del mundo”; la City ya no era la prestamista del planeta y la libra esterlina cedía terreno ante el dólar como moneda mundial. Esto les hacía temer una guerra con Alemania aliados solo con Francia. Ya en 1937, la clase dirigente se dividió en dos bandos: el de los “apaciguadores”, partidarios de un entendimiento con Hitler, y el de los que creían que la guerra era inevitable. Al primer grupo pertenecían Stanley Baldwin, Neville Chamberlain y lord Halifax; el segundo tenía a Churchill como guía y figura central. Ambos eran rabiosos anticomunistas y ninguno deseaba la guerra. La diferencia era que el segundo entendía mejor el proyecto de Hitler y sacaba consecuencias de gran importancia para el Imperio Británico. La Segunda Guerra Mundial no fue, pues, una guerra en contra del fascismo, sino una lucha por el dominio global del mundo. Había muchos aspirantes pero el título era uno solo; la cuestión tenía que decidirse mediante las armas. Pero todos coincidían en un punto: el comunismo era la peor amenaza y Hitler el mejor instrumento para eliminarlo. Así se explica el silencio general ante sus crímenes de lesa humanidad y las jugosas concesiones que lo volvieron más peligroso.
En mayo de 1937 Neville Chamberlain sucedió a Stanley Baldwin en el poder y de inmediato nombró embajador ante Hitler a sir Neville Henderson, un conocido profascista. Henderson organizó una entrevista con Halifax, entonces lord del Sello Privado, con Hitler, para el 17 de noviembre. Halifax comenzó elogiando a Hitler por “prestar tan gran servicio a Alemania” aplastando al bolchevismo y acabó abriéndole la puerta para modificar las fronteras de Europa trazadas en Versalles. Entre esas modificaciones, precisó, “se encontrarían Danzig (Polonia), Austria y Checoslovaquia. Inglaterra (solo) quería asegurarse de que cualquier modificación sería por la vía pacífica, evitando métodos que pudieran generar disturbios de gran calado”. Austria, Checoslovaquia y Polonia acaban de ser entregadas a Hitler.
Lo que siguió fue cuestión de mero trámite. En febrero de 1938 Halifax fue nombrado ministro de exteriores; el 12 de marzo, Hitler proclamaba el Anschluss (la anexión) de Austria al Reich en la propia Viena. El 28 de septiembre del mismo año, Chamberlain y Daladier, primer ministro francés, firmaron el “Pacto Múnich” por el que cedían a Hitler los Sudetes, más o menos la quinta parte de Checoslovaquia, sin tomar en cuenta al Gobierno ni a la población del país. Seguía Polonia. Los polacos resistieron las presiones de Ribbentrop, ministro de exteriores alemán; Chamberlain y Halifax comenzaron a maniobrar por un acuerdo semejante al de Múnich e hicieron varias ofertas comprometedoras, pero Hitler respondió con evasivas. A fines de agosto de 1939, Göring aclaró las cosas: “Danzig no es el objetivo de la disputa, en modo alguno. Se trata de expandir nuestro Lebensraum hacia el este al tiempo que nos aseguramos el abastecimiento de alimentos y resolvemos los problemas del Báltico”. Es decir, vamos por toda Polonia y seguiremos hacia el Este. Hitler sabía que esta vez sería la guerra, ya que los aliados, al entregar Checoslovaquia, solo contaban con Polonia para cuidar su flanco oriental. Detrás de Polonia solo quedaba la URSS, pero el anticomunismo de los británicos les cerraba ese camino. Pero no a él, que al tiempo que se aprestaba para invadir Polonia, aceleró sus gestiones diplomáticas en busca de un pacto de no agresión con la URSS. Así aseguraría su flanco oriental y manos libres para tomar Polonia y atacar a Occidente.
La URSS ingresó a la Sociedad de Naciones en 1934 y desde esa fecha comenzó a gestionar un pacto de defensa mutua con los aliados. Desde el primer momento Stalin dejó claro su interés por los territorios perdidos en la Primera Guerra Mundial: la parte de Polonia comprendida entre su frontera actual y la llamada “línea Curzon”, Besarabia y la Rusia Blanca, los países bálticos y el este de Finlandia. La razón era clara: Hitler atacaría la URSS tarde o temprano y sus fronteras actuales eran muy difíciles de fortificar y fáciles de perforar por el enemigo; necesitaba fronteras más seguras. Los aliados dieron largas, pero acordaron no ceder a Stalin ningún territorio. Stalin insistió hasta que, finalmente, a mediados de agosto de 1939, logró una reunión en Moscú, misma que terminó en desastre porque los delegados aliados, al final, dijeron no tener facultad para firmar nada sino solo para informar a sus Gobiernos. Tal rechazo en condiciones de grave riesgo, alertó a Stalin sobre el peligro de que Occidente se aliara con los alemanes para destruir a la URSS; entendió que la única salida era ganarles la delantera y firmar antes que ellos el pacto que Hitler le venía ofreciendo de tiempo atrás. Hitler, a su vez, se apresuró a ofrecerle los territorios que Occidente le negaba, aunque sabía los motivos de tal interés. Pero por el momento, lo urgente era asegurar su frontera oriental para invadir Polonia (y después Francia), sin el temor a un ataque en su flanco oriental. Así, el pacto Mólotov-Ribbentrop, fuente de todas las acusaciones y calumnias en contra de Stalin y de la URSS, se firmó en Moscú el 23 de agosto de 1939, una semana antes de la invasión de Polonia. La culpa recae entera en el anticomunismo ciego de Occidente y fue una jugada abierta, con las cartas boca arriba, entre Hitler y Stalin.
La invasión de Francia duró del 10 de mayo al 25 de junio de 1940; después de esa fecha no hubo ya ninguna batalla de consideración entre los aliados y Hitler hasta el desembarco de Normandía el 6 de junio de 1944. Desde el 22 de junio de 1941, fecha de la invasión a la URSS, hasta este desembarco, todo el peso de la guerra cayó sobre los hombros del pueblo soviético. El 75% del poderío militar de Hitler, sus aliados y los países conquistados con ayuda de Occidente, se concentró en el combate contra la URSS, mientras Inglaterra y EE.UU. se empleaban “a fondo” contra las fuerzas de Rommel en el norte de África y luego en Italia con una Alemania en retirada.
Y a pesar de todo, el Ejército Rojo derrotó a Paulus en Stalingrado, expulsó a los alemanes de su territorio, liberó a Europa Oriental (que ahora vergonzosamente reniega de sus salvadores), entró en Alemania y tomó la orgullosa capital del Reich. Y esto, precisamente todo esto, es lo que ahora se pretende tergiversar y negar para que olvidemos o ignoremos el inmenso sacrificio del pueblo soviético, de su heroico Ejército Rojo y del Estado revolucionario de obreros y campesinos que salvaron a la humanidad entera. Quieren hacernos creer que fue el imperialismo, que ahora domina el mundo en lugar de Hitler y sus hordas nazis, nuestro verdadero salvador, aquél al que debemos agradecer y servir con toda fidelidad, entrega y sumisión, por los siglos de los siglos. Que Rusia y China son el “imperio del mal” y que es un error fatal buscar en ellos el modelo de un mundo mejor para los pobres de la tierra. Por eso tergiversan la verdad de los hechos.