Por: Luz del Carmen Montes Pacheco

Hace muchos años aprendí que de las situaciones malas, negativas, dolorosas y hasta frustrantes siempre se puede aprender algo. No recuerdo dónde lo escuché o lo leí, pero digamos ahora que es una lección de vida. Cuando algún estudiante, amiga o familiar me confía alguna situación así, le pregunto: “¿Qué aprendiste de esto?”

Sobre ello quiero comentar. Quienes nos interesamos en asuntos educativos, en las crisis solemos restringir nuestros análisis a los ámbitos escolarizados, estrategias que usamos los docentes, actividades de aprendizaje significativo para los estudiantes, condiciones de aprendizaje, modelos educativos, etcétera. En esta ocasión la pregunta que me hago y les hago, en tiempos del Covid-19, es: “¿Qué estamos aprendiendo de esto?”. Por lo pronto, les comparto algunas reflexiones.

Primero, me doy cuenta de lo frágiles que somos como humanidad, a pesar los grandes avances científicos y tecnológicos la naturaleza da un paso adelante y nos pone en jaque con resultados devastadores, impredecibles, aunque contemos con modelos de predicción las incalculables consecuencias sociales y económicas nos desbordan.

Nuestra naturaleza humana responde multidimensionalmente con expresiones contrarias. Intelectuales, artistas, deportistas y líderes espirituales ofrecen recreación, consuelo, ánimo, esperanza, solidaridad abriendo su pensamiento y su obra porque estamos conectados. Pero, al mismo tiempo, las comunidades indígenas y otros grupos vulnerables se cierran para tratar de evitar daños.

Lo mismo surgen ciudadanos modelo que protegen a sus congéneres y se solidarizan con quienes menos tienen, que personas ignorantes que encuentran la oportunidad de agredir a quienes nos protegen.  Igual que hay empresarios responsables que salvaguardan a sus trabajadores, que empresarios que únicamente cuidan sus bienes porque los valoran más que a su propia dignidad.

Para quienes tenemos el privilegio de trabajar en casa, el confinamiento nos obliga a poner a prueba nuestros valores con los más próximos: pareja, hijos, padres, hermanos, abuelas, nietos o tías. La irremediable convivencia coloca y descoloca sentimientos que damos por hechos, pero que muchas veces no los experimentamos de manera tan consciente como ahora. Y no podemos perder de vista que no sólo han aumentado las expresiones de violencia intrafamiliar, también vemos en el día a día casos de niños que están mucho tiempo fuera de sus casas porque sus padres no saben qué hacer con ellos o no los aguantan, hijos que no quieren o no saben convivir con sus padres, personas que no saben vivir solas, parejas que entran en crisis. Las relaciones familiares se están recomponiendo.

¿Y qué decir de nuestros gobernantes? Tenemos un abanico fabuloso en el panorama mundial. Desde los más responsables con su pueblo hasta los que parecen “chivos en vitrina” porque hacen oídos sordos ante las recomendaciones de los expertos. Podemos apreciar presidentes más preocupados por la libre empresa y su posición de poder, mientras que otros se preocupan por quienes menos tienen y mantener el barco a flote evitando conductas corruptas.

La economía de mercado está trastocada, las prioridades sobre lo que se produce y se consume responden a lógicas no previstas. Por otro lado, la explosión de información nos demanda de manera urgente ser más críticos que nunca sobre lo que creemos y decidimos. Las tecnologías de información y comunicación nos acercan y nos alejan, la brecha digital nos divide de múltiples maneras.

En el plano individual tenemos que recalcular nuestras rutas de organización, del sentido de cuidado, del sentido del tiempo, de nuestros hábitos y de nuestros ritos. Estamos aprendiendo que “cuidarme” es cuidar de los míos y así, de los demás, de los más lejanos, porque estamos irremediablemente concatenados.

Socialmente se mezclan sentimientos como el miedo y el dolor por las pérdidas humanas, cercanas y lejanas, al tiempo que no sabemos procesar qué significan ochocientas y tantas muertes en un día en un país que es potencia mundial y en otro catalogado como pobre.

Difícilmente puedo formular una conclusión lógica en este punto. Todas estas tensiones emergentes más las que dejo fuera, únicamente me llevan a plantear que tanto social como individualmente tenemos enfrente la oportunidad para revalorar el amor hacia y del prójimo, de cultivar el espíritu, de sanar el cuerpo, de valorar la vida y la naturaleza que nos nutre y al mismo tiempo nos amenaza. Es tiempo de aprender, con la mayor apertura y humildad posibles, a revalorar la familia, los amigos, el empleo, el ahorro, la frugalidad, la solidaridad e incluso nuestras decisiones ciudadanas.

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