De acuerdo con datos de la Organización Mundial del Turismo, durante 2019 en el mundo se registraron mil 500 millones de llegadas de paseantes internacionales. Una cifra cuatro puntos porcentuales más alta que la registrada en el año inmediato anterior. Estados Unidos lideró el gasto en turismo, en términos absolutos, mientras que China, que comenzó el año con un crecimiento de 14 puntos, cerró el año con cuatro puntos, dos por debajo de la unión americana.
Por décadas se creyó que el turismo debería ser la gran apuesta económica. La industria sin chimeneas se le llamó en México, tan dependiente de los ingresos generados por el petróleo. A las personas se les alentaba a viajar y toda una generación, la llamada millennial, antes de pensar en tener una casa propia, un trabajo estable, guardar para su retiro o tener hijos, piensa en viajar.
Pero también en los últimos 40 años se ha alertado sobre la falacia de la industria sin chimeneas. El turismo genera 8% de las emisiones mundiales de gases de efecto invernadero y los viajes en avión representan 12% del total de esa contaminación. Estas son las cifras más visibles; sin embargo, hay otras, cuyo impacto intenta ser paliado con un concepto que habría de abrazar con mayor fuerza. Se trata de la “carga turística”, que en términos sencillos es determinar el número de visitantes que una zona puede recibir durante un determinado tiempo sin que se dañe su ecosistema.
En una nota del Diario 24 Horas, se atribuye a la revista Scientific American la revelación de que el Covid-19 “saltó de un animal a humanos en China, donde se registró el primer caso, y los humanos se lo transmitieron entre ellos dentro de ese país, y luego las personas que viajan desde allí lo propagaron globalmente de persona a persona. El virus no había mutado significativamente al 31 de marzo de 2020, afirma (la publicación). Fue el contacto humano el que creó la pandemia, no un patógeno que evolucionó (las cursivas son nuestras)”.
Dice Giorgio Agamben que los turistas hoy son los antiguos peregrinos del Templo, con la enorme diferencia que el culto al que se rinden es al del capitalismo. Y quizá por eso quieran siempre un nuevo viaje, una nueva escapada, que los libre del aburrimiento, porque “donde quiera que vayan, ellos encuentran multiplicada y llevada al extremo la misma imposibilidad de habitar que habían conocido en sus casas y en sus ciudades, la misma incapacidad de usar que habían experimentado en el supermercado, en los shoppings y en los espectáculos televisivos”.
Este aburrimiento del que es presa el turista lo describe magistralmente Martin Heidegger: “Nos encontramos, por ejemplo, en una insulsa estación de una perdida línea de trenes secundaria. El primer tren llegará dentro de cuatro horas. La zona carece de atractivos. Es verdad, tenemos el libro en la mochila, por lo que ¿decidimos leer? No. ¿Reflexionar entonces sobre una cuestión, un problema? No, no va…miramos el reloj, apenas ha pasado un cuarto de hora. Vamos afuera, a la calle principal. Caminamos en un sentido y el otro para hacer algo. Pero no sirve de nada…hartos de ir de un lado a otro…nos sorprendemos nuevamente mirando el reloj: ha pasado una media hora”.
El aburrimiento del mundo que convierte a los peregrinos de la meca en turistas, los llevó a viajar sin descanso. A contraer y propagar un virus que sí puede amenazar con matarnos, porque la frase “me muero de aburrimiento” fue una ilusión que no cumplió su promesa. Pero los turistas confinados, esperan que se abran las playas, que los vuelos vuelvan a estar saturados, quieren estar en la estación de vuelta, quieren matar(se) su-(de) aburrimiento.