La historia política de México está sembrada de hombres que, pudiendo haber llegado a la Presidencia, se quedaron a la vera del camino.
En muchos casos, sus estrellas se apagaron en cuanto se vio interrumpido su ascenso a la cumbre del poder. Otros han logrado mantenerse vigentes por un tiempo, en posiciones de menor relumbre, pero, igual que aquéllos, se han quedado en pie de página.
Recordar sus nombres lleva a los observadores inquietos a preguntarse qué habría pasado si Fulano o Mengano hubiesen terminado la carrera, cómo sería el país de haber llegado ellos a la Presidencia.
Desde los albores de la actual era constitucional, una de esas interrogantes cuelga en el aire: ¿Qué habría sido de México de no haberse consumado el asesinato del presidente Venustiano Carranza y de haberse resuelto en las urnas, libremente, el proceso de institucionalización de la Revolución Mexicana?
Ayer se cumplió un siglo de ese magnicidio, epílogo de la sublevación de una de las facciones triunfantes de aquel movimiento armado.
El Plan de Agua Prieta, lanzado por el general Álvaro Obregón y sus seguidores, convocó a derrocar a Carranza, un presidente elegido legítimamente. Eso, en buen español, se llama golpe de Estado. Por cierto, uno no muy distinto del que dio Victoriano Huerta a Francisco I. Madero en 1913. ¿Por qué la historia los ve diferentes? Porque ésta la escriben los ganadores, y la facción de Obregón acabaría quedándose en el poder durante los siguientes 80 años.
Para 1919, ese grupo se dio cuenta de que si quería ganar la Presidencia, tenía que tumbar a Carranza e impedir que éste cumpliera su plan de dejar a un civil en el Ejecutivo federal.
Desde que México alcanzó su independencia, la enorme mayoría de los presidentes habían sido hombres de armas. Militares fueron, entre otros, Victoria, Guerrero, Bustamante, Santa Anna, Bravo, Álvarez, Comonfort, Díaz y el propio Carranza. Las grandes excepciones habían sido Juárez y Madero.
Para los hombres que hicieron la Revolución en el campo de batalla, la idea de Carranza de ceder el poder a un hombre llamado Ignacio Bonillas Fraijo era una afrenta. Flor de té le apodaban, porque, como decía la letra de una canción de la época, nadie sabía de dónde había salido.
Sonorense como Obregón y Calles, nacido quizá en Magdalena en 1858, Bonillas había sido designado por Carranza embajador en Washington –ante el gobierno de Woodrow Wilson– apenas se promulgó la Constitución de 1917.
Cuando era niño, su familia se asentó en Tucson, donde estudió la primaria. Allí se amistó con el gobernador del entonces territorio de Arizona, Anson Safford, a quien boleaba los zapatos. Éste, quien era viudo, terminó casado con su hermana Soledad y ayudó a Bonillas a pagar sus estudios profesionales en el ya prestigioso MIT de Boston, donde se graduó como ingeniero civil.
En 1884, el gobernador sonorense Luis Emeterio Torres le encargó hacer la traza urbana de Nogales, que entonces era un campamento de ferrocarrileros. En 1910 se afilió al Partido Antirreeleccionista y apoyó a Francisco I. Madero, en cuyo efímero gobierno fue secretario de Comunicaciones y de Fomento.
Tras el asesinato de Madero, Bonillas se unió al movimiento de Carranza, a quien acompañó a Veracruz cuando éste fue desconocido como primer jefe del Ejército Constitucionalista y luego entró con él en la Ciudad de México en 1916, ya como jefe de Estado de facto, en vísperas de la instalación del Congreso Constituyente de Querétaro.
Apoyar a Bonillas como aspirante presidencial en 1920 ganó a Carranza la enemistad de Obregón, quien se había retirado a su rancho en Sonora tras renunciar a la Secretaría de Guerra. Y ese enfrentamiento devino en sublevación con el Plan de Agua Prieta.
Con el asesinato del presidente Carranza en Tlaxcalantongo, la aspiración presidencial de Bonillas se hizo humo. El embajador terminó su vida en Estados Unidos, donde murió en 1942.
¿Qué habría sido de México con un presidente Bonillas? Imposible saberlo. Pero, en una de esas, no habría habido PNR ni PRM ni PRI ni se habría quedado ese grupo ocho décadas en el poder.