A las orillas de la junta auxiliar La Resurrección, al norte de la capital poblana, se alza un pequeño asentamiento. Una hora de viaje, caminos de terracería, pequeñas barrancas que con dificultad subía y bajaba la camioneta que nos llevaba a nuestro destino: la colonia Zaideth, conformada por menos de 50 familias, y que desde hace años hicieron de unos terrenos ejidales su hogar.
Subiendo la primera barranquilla se alza un pequeño cuarto de madera improvisado, techado por unas viejas láminas oxidadas, no mide más de tres metros de ancho y de largo y apenas dos metros de alto. Al lado de ese pequeño cuartito, que, después supimos, funge como cocina, un hombre trabajaba afanoso en acomodar block sobre block, a modo de improvisar otro cuarto aproximadamente de las mismas dimensiones. Al vernos, nos saluda sonriente y le habla a su mamá y su hermana para que vengan “a platicar”.
Su nombre es Porfirio Guadalupe Alonso, apenas ronda los treinta y cinco años, tal vez menos, aunque su rostro y su andar cansado reflejan más; su mamá nos saluda sonriente y penosamente se arregla la falda ante la presencia de una cámara.
La familia nos cuenta que ha vivido ahí desde hace mucho tiempo; la madre compró ese terreno para que pudieran vivir en paz; no obstante, han sido objetos de múltiples amenazas de desalojo por parte de algunos vecinos que, cuenta don Porfirio, “tienen pagado al comisariado y nos quieren tumbar nuestras casitas; ya han venido con camionetas y a quemar nuestras cosas”.
Como consecuencia de la pugna por el terreno y la pobreza, sus casas son pequeñas e improvisadas, apenas cuartos en donde sólo cabe una persona; cada cuarto tiene un colchón de espuma en el suelo, cobijas y un poco de ropa, en épocas de lluvia el agua se filtra, mojándolo todo adentro; en los terrenos sólo tienen luz, nada más, no hay drenaje, ni agua potable, ni siquiera pueden contar con un tanque de gas. A este mar de necesidades hoy se suma otra: la comida.
En la familia son cuatro mujeres, un hombre y un niño con capacidades diferentes. Don Porfirio trabajaba en una fábrica textilera en Huejotzingo, pero a raíz de la cuarentena obligatoria por el brote de Covid-19, lo “descansaron” dos meses en su casa; ahora va al campo a trabajar con su hermano, quien le paga 100 pesos por estar de 6 de la mañana a 8 de la noche aproximadamente.
Con enojo, la madre y don Porfirio cuentan que hace una semana fueron a su colonia “los del gobierno, las camionetas con la despensa”, pero se las negaron por no tener credencial de elector. “Nos dijeron que no, no hay nada entonces, y se fueron para el pueblo, regresó la señorita con la camioneta, pero nomás a dos personas les dejaron despensa. Yo digo: ¿qué tiene que ver la credencial? A cualquiera se la pueden pedir, pareciera que es de elecciones”.
Don Porfirio señala el cuarto cocina y habla: “dijera que tenemos, pero mire dónde vivimos”, y se queja amargamente porque a una calle “bajando la otra barranquita”, le repartieron una despensa a una familia “pero ellos tienen una tienda, nosotros vimos cómo estaban las despensas y al otro día fuimos a la tienda y ahí estaba lo de la despensa, lo vendieron, y nosotros, que vieron cómo vivimos, las casitas, nos dijeron ‘no’, sólo se vienen a burlar de uno y les dan a los que tienen”.
Avanzamos por las pequeñas casillas; la hermana, la señora Marcelina Agustina Alonso, nos señala un corral hecho con carrizo, “ahí tenía tres borreguitos y me los vinieron a robar en la noche”, cuenta con tristeza, también nos presenta a su hija, quien en ese momento está atizando la lumbre y la alimenta con leña que recogen y que no vendieron en la semana. La ve trabajar y se lamenta porque está embarazada, preocupada dice: “el doctor nos dijo que tiene que comer bien pero ahorita no hay dinero, mi mamá y yo molemos y vamos a vender nuestras tortillas y ya con eso compramos para una sopa; hoy nos salimos en la mañana a caminar por el campo y recogimos algunos hongos, los hicimos y eso es lo que comimos y lo que vamos a comer al rato, pero ella tiene que comer mejor, nos lo dijo el doctor”.
La madre, doña María Natividad nos hace pasar a su cuarto. Su hijo se disculpa porque ella nos habló en ‘mexicano’, su lengua natal, lengua similar al náhuatl. “Así hemos vivido siempre”, dice mientras señala las lonas que forman su cuarto. Sus ojos, marcados por las arrugas de los años, se empiezan a cristalizar, las lágrimas empiezan a brotar cuando señala a su ‘niño dios’ y se acuerda de las amenazas de las que ha sido parte, “vienen a tronar el tiro acá atrás”, dice. Su llanto se hace más presente cuando menciona a sus tres nietos discapacitados, a los que tuvo que llevar con otra de sus hijas porque ella no tenía para alimentarlos.
“Yo le pido de favor que lleve esta palabra con el gobierno, aquí vamos a estar en su pobre hogar, que le diga que tenemos hambre, necesidad, no alcanza para comer, a veces sólo sal y salsita comemos, porque como ora sí, no trabajamos porque está el ése de la enfermedad; cuando no había enfermedad salíamos, tocábamos las casas, les lavábamos trastes, la ropa, y nos regalaban algo para comer, para mis hijos, por eso pedimos el apoyo, no tenemos, Dios lo está viendo”, nos dice doña María, con sus 78 años de trabajo duro, pues enviudó desde los 38. Ella tuvo que sacar sola adelante a sus hijos, quienes tienen una situación similar a la de ella y, ahora, sufre aún más. “Primeramente Dios, esperamos que cumpla el gobierno, un maicito que nos dé, algo, porque no tenemos”.
Esta familia de la colonia Zaideth cae en el lado negativo de todas las encuestas que ahora se hacen, bajo la crisis económica que México sufre: su casa es de láminas, lonas y tela, son pobres hasta lo indecible, perdieron su trabajo con la pandemia, no tienen para comer y el gobierno no les da ni una despensa. Dice una encuesta realizada por una universidad prestigiosa que una de cada cuatro familias en el país ya no tiene “recursos económicos para hacer frente al confinamiento” por el Coronavirus. Esta familia, aún sin confinamiento, es de las que no tiene recursos para vivir dignamente en un país tan desigual.
Ese es el escenario de miles y miles de familias poblanas, que durante esta cuarentena oficial ante el Coronavirus no tienen cómo sobrevivir; por eso, muchas de ellas han decidido colgar en la fachada de sus casas los llamados “trapos blancos” en señal del hambre que padecen, esperando que el Gobernador de Puebla, Miguel Barbosa, o el presidente López Obrador, volteen a ver su necesidad y los apoyen con alimento, pues la pandemia está agudizando la pobreza en la que ya vivían: sin servicios básicos, ni acceso a los de salud y, ahora, sin comida. Sin embargo, muchos de ellos siguen y seguirán esperando “la ayuda” que no llega mientras el hambre sigue creciendo.