La vida parece mucho más fácil hoy día, aunque la muerte, no solo lo parece, sino que lo es. De la vida tengo mis reservas. Vivimos un momento en que la muerte es casi nada, o al menos una cosa más. Cotidiana, y enhebrada al mundo ordinario de todos. La vida y sus complejidades hoy día parecen facilitar la muerte y sobre todo, lo sanguinario para la vida de los asesinos. ¿Y quiénes son los asesinos? Muchos sin duda. ¿Cuántos asesinos anónimos caminan por la calle, circulan por las banquetas de la ciudad o en las calles en sus autos, muchas veces evidentes? Son muchos de verdad, muchos y los vemos en multitud representados en la nueva novela policiaca, en películas y en las series de televisión en las plataformas. Y advierto que hay una franca afición y un claro gusto por el hecho de ver asesinar a seres humanos. La tortura parece tener muchos aficionados a su contemplación y a testificar los diversificados métodos. Veo con estupor, como en la serie británica “Marcella”, asesinan a un delincuente y arrojan el cadáver a los cerdos hambrientos, solo por mencionar un acto de crueldad mayúscula.

Pero no acabaría de enumerar las maneras de torturar que llegan hasta la muerte que se practican hoy día, tanto en las pantallas como en la vida real. Mi pregunta es: ¿De dónde vino esa diversificación de maneras del crimen? ¿Del cine y la TV para instalarse en la realidad del crimen real? ¿O de la realidad del crimen real, pasó al cine y a la TV? Porque ahora vemos crímenes parecidos en ambas pantallas (la de la realidad y la de la ficción). Temo que todo esté llegando de la imaginación de las pantallas y de la necesidad del espectáculo mórbido en el que está sumida la sociedad actual, y que tiene como motivación, las ganancias monetarias, porque la novela policiaca o el cine y la TV de esa naturaleza, dejan mucho dinero y parece que entre estos “creadores”, compiten para ver quién inventa la forma más cruel de destruir un ser humano.

Y hablemos de la realidad. Dice Juan José Millás que “Lo normal es matar a escondidas, incluso a escondidas de uno mismo y con coartada moral”. Ya no, eso pasó de largo y hoy se asesina a la vista de todos y el asesino, ostenta el número de asesinatos cometidos bajo su mano. Recuerdo una mujer que se me acercó cuando hacía un trabajo periodístico en una prisión de mujeres, mientras escribía un libro sobre ciertas mujeres allí recluidas.

–Por qué no me entrevista a mí – me dijo una que no estaba en mi lista– yo también soy asesina.

–Claro –le dije por salir del paso.

Me miró con una sonrisa luminosa, mientras abrazaba a su amiga.

–Yo me chingué a dos cabrones… –y agregó– y esta, así como la ve, despescuezó a uno, ¿vedá tú? Y miró a su amiga, que era una mujer menuda con gafas y una apariencia de timidez.

La amiga asintió sin decir nada y sonrió cuando dirigía su mirada hacia mí. Yo tampoco dije nada y traté de seguir mi camino.

–¿Entonces qué…? ¿Me entrevista o no?

–Sí le dije. Nos ponemos de acuerdo… –me detuve.

Soltó a su amiga y se me acercó.

–Mire… –me dijo como en secreto– al primero que maté, era mi vecino, y con todas las agravantes. Todos los días me miraba acá –señaló el trasero–, y me tenía harta y hasta se chupaba los dedos el cabrón. Pero un día que me agarró en mis cinco minutos de coca, entré a mi casa, saqué con qué y como no se lo esperaba, le di hasta que me dolió la mano. Y me pelé.

Lo decía con alegría. Lo decía como si hubiera hecho algo que la dignificara y le diera un estatus en el que se le veía a toda comodidad. Me relató más detalles y cada vez que utilizaba la muletilla “¿Cómo ve?”, se reía como si me estuviera contando algo que a mí también debía darme risa. Y por si fuera poco en algún momento del relato, me dijo:

–¿A poco no estoy buena p’a que me entreviste? Le cuento todo–todo y hasta lo que sentí, porque hay unas que se quedan cortas, no, yo sí le cuento todo, pero deveras todo. Y también le cuento del otro, porque no me agarraron hasta que me eché al segundo.

–¿Hombres los dos? –pregunté.

–Sí, los dos.

–¿Y me cuenta todo? –le pregunté.

–Tal y como sucedió– me dijo haciendo una señal con la mano de perfección y exactitud– yo le cuento p’a salir en su libro y que la gente vea lo que es bueno. Todo todo, por esta…

Hizo la señal de la cruz y en ese momento de besarla, se inclinó y vi rasgos angélicos en su rostro. Me dijo su nombre completo y el de su amiga. Los anoté.

–Yo la busco –le dije.

Inicié mi camino rumbo a la salida. Me esperaba una custodia que a cada visita me asignaban. A lo lejos alcanzó a decirme “Y también a esta, no se le olvide”.

No supe qué decir y seguimos en silencio el camino de alambrada hacia la salida.

Era una mujer hermosa aquella asesina. De tez acanelada, vestía ropa deportiva ajustada, lo que permitía ver su hermoso cuerpo. Tenía una cabellera negra que caía hasta poco antes de la media espalda, sus ojos eran negros profundos.

–Son cabronas estas– me dijo la custodia cuando llegamos a la puerta.

Me preguntaba cuál era la razón del orgullo de aquella mujer. ¿Me había dicho aquello porque ya no importaba nada? ¿Quería estar a la vista y decir su verdad por resignación a quien se la preguntara? Cualquiera que fuera la razón de haberme dicho lo que me dijo, en aquella briosa mujer, había un bajo valor por la vida y la muerte.

Así se narra la muerte hoy, así se narra la vida. Y si sabemos mucho de la muerte y las formas de matar nos da orgullo. Lo que no sé, es para qué nos sirve saberlas.

Las opiniones expresadas por los columnistas son independientes y no reflejan necesariamente el punto de vista de 24 HORAS PUEBLA

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