La verdadera oportunidad de transformar –y quizá la única– está en el combate a la corrupción.
No digo que lo vaya a lograr, sino que, en ese tema, el lopezobradorismo puede tener éxito si en verdad se lo propone.
Hasta ahora, la lucha contra la corrupción en México ha sido una gran farsa.
Félix Barra García y Eugenio Méndez Docurro, secretarios de Estado en el gobierno del presidente Luis Echeverría, fueron a prisión por malversación de fondos públicos. El encierro del primero duró año y medio, y el del segundo, apenas tres semanas. Ésa fue la manera del presidente José López Portillo de enfrentar la deshonestidad en el servicio público.
Ya para su quinto año de gobierno, López Portillo había caído en el cinismo. Al combatir la corrupción –dijo, en su Informe de 1981–, “asumimos el riesgo del escándalo, del chantaje de los que desde la crítica y la oposición arriman su sardina a las brasas”.
El gobierno de Miguel de la Madrid emprendió, con el mismo motivo, una campaña denominada Renovación Moral. Entre unos 20 políticos que fueron a la cárcel ese sexenio estuvo el exdirector de Pemex Jorge Díaz Serrano. Pero el esfuerzo también resultó de poca monta. Luego de ser acusado de beneficiarse de la compra a sobreprecio de dos barcos petroleros, el sonorense permaneció sólo cinco años en el Reclusorio Sur, donde se le permitía matar el tiempo jugando tenis.
Y así podemos hacer una larga lista de funcionarios y aun de gobernadores que estuvieron poco tiempo tras las rejas, luego de ser detenidos de manera espectacular y ser procesados en medio de promesas de que ¡ahora sí! se acabó la corrupción.
El problema es que hasta ahora, como dice mi compañero de páginas José Elías Romero Apis, los sancionados por corrupción han caído no tanto por lo que han hecho, sino por a quién se lo han hecho. Es el caso de Méndez Docurro, quien fue capturado en plena ceremonia oficial por el natalicio de Benito Juárez, en 1978, no tanto por la orden de aprehensión que le dictó un juez, sino por haber agraviado a un compañero de gabinete que acabó siendo Presidente de la República.
El reto que hoy tiene el gobierno federal es que las promesas de combate a la corrupción no caigan en el vacío como ha sucedido en el último medio siglo. Es decir, que los procesos que se abran contra exservidores públicos se lleven a cabo de manera transparente e institucional.
Ahora hay una ventaja: la autonomía de la Fiscalía General de la República. Ojalá que López Obrador sepa aprovecharla y así evitar resbalones como el que tuvo ayer, al hablar del testimonio que rinde Emilio Lozoya, exdirector de Pemex, desde una cama de hospital, cuando dijo: “Ya incluso hizo una primera declaración, que presentó formalmente a la Fiscalía, en donde empieza a mencionar a personalidades, a políticos y del manejo de dinero”. ¿Cómo podría saber eso el Presidente –además de sostener que la vida de Lozoya puede estar en riesgo–, si la FGR es autónoma y él dice que tiene “cinco meses” sin hablar con el fiscal Alejandro Gertz?
También sería bueno abstenerse de acciones que recuerden las antiguas vendettas disfrazadas de combate a la corrupción, como las que se han realizado en el caso de Rosario Robles, a quien le dictaron prisión oficiosa por una licencia de manejo que ella no tramitó y con la que se quiso probar que tenía otra residencia y representaba riesgo de fuga.
Si en el caso Lozoya se cuidan todos los flancos y se procede pensando sólo en el interés público y con apego al debido proceso –y si también se sancionan con rigor los actos deshonestos en que incurran funcionarios del actual gobierno, no únicamente los anteriores–, quizá México pueda por fin avanzar en desincentivar la corrupción. Con eso sí que haría historia la Cuarta Transformación.
Si no, será más de lo mismo.